Carta sobre la que,
sinceramente, poco o nada puedo añadir o explicar, porque el páter -no simple
cura, sino páter en toda la gloriosa definición de la palabra- lo deja bien
claro, bien alto y bien firme.
Hay veces en que mi trocito de anarquista
-ya se sabe que el español es mitad prusiano y mitad anarquista-, me lleva a
confrontaciones con la política mundana de la Institución eclesiástica. Nunca
contra la fe ni contra el dogma, en la medida en que alcanzo a conocerlo. Sí,
como digo, contra la política mundana de la Iglesia, tan bien representada -la
propensión al mundo, digo- por sus altos cargos, desde el Papa Francisco hasta
el último Obispo e innumerables curitas.
Por tales motivos he sido
llamado al orden en ocasiones -no por los trileros eclesiales, sino por quien
tenía autoridad moral para hacerlo, y derecho a ser escuchado-, y de ahí que no
quiera hacer más comentarios sobre la carta que les transcribiré a continuación.
Además, no los necesita, y no sería capaz de mejorar nada de lo que en
ella se explica. Pasen y vean, pues:
Carta
de un cura de a pie
a los obispos de Cataluña
Custodio Ballester
Reverendísimos Sres. Obispos de Cataluña:
La Nota del 11 de mayo firmada por
todos ustedes me ha dejado sumido en la más absoluta perplejidad y tristeza.
Afirman sin embozo que se sienten herederos de la
larga tradición de nuestros predecesores, que les llevó a
afirmar la realidad nacional de Cataluña, y al mismo tiempo nos
sentimos urgidos a reclamar de todos los ciudadanos el espíritu
de pacto y de entendimiento que conforma nuestro talante más
característico. Seguidamente, para que no haya lugar a dudas, vuelven a
insistir: Por eso creemos humildemente que conviene que sean escuchadas
las legítimas aspiraciones del pueblo catalán, para que sea
estimada y valorada su singularidad nacional, especialmente su
lengua propia y su cultura, y que se promueva realmente todo lo
que lleva un crecimiento y un progreso al conjunto de la
sociedad, sobre todo en el campo de la sanidad, la
enseñanza, los servicios sociales y las
infraestructuras.
Perplejidad
y tristeza, sí. Porque durante meses se me ha conminado a
evitar cualquier connotación, en mis palabras y actuaciones,
que pudiese ser interpretada como un posicionamiento a favor de la
unidad de España, que forma parte de las legítimas aspiraciones de la
mitad del pueblo catalán; porque se me indicó que cualquier manifestación
pública en ese sentido podía provocar crispación y división
entre los fieles católicos que viven en Cataluña. Por tanto, que
la procesión con el Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de
Antiguos Caballeros Legionarios en Hospitalet estaba fuera de lugar;
que la Santa Misa celebrada por los difuntos en acto de
servicio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no era de mi
competencia; que la atención pastoral prestada a los
nonagenarios socios de la Hermandad de la División
Azul y el posterior acto académico eran una
provocación en toda regla; y que la
manifestación contra la cristianofobia y por la libertad de culto y de
expresión en la Plaza de San Jaime -con la imagen de Cristo
crucificado- no era conveniente que estuviera acompañada por ningún sacerdote
porque producía crispación social.
Me siento
profundamente engañado por unas palabras que llegué a considerar hasta sinceras
por el empeño que se ponía en hacérmelas comprender casi al precio de parecer
tonto. Y referidas en cualquier caso a actuaciones meramente evocativas, sin una
directa operatividad política y social. Capítulo aparte merecen los
posicionamientos y actuaciones de algunos obispos ante mi participación en las
manifestaciones mensuales contra el aborto en el Hospital de
San Pablo, intentando desactivarlas a causa de la incomodidad que les generan.
Perplejidad
y tristeza, sí. Porque ustedes, señores Obispos, se han posicionado públicamente
a través de su Nota afirmando la realidad nacional
de Cataluña, concepto no pastoral sino político, no fermento de
unidad, sino de discordia. Porque consideran legítimas y ahora legitimadas por
ustedes, las aspiraciones de menos de la mitad de los catalanes (aunque por
bastante más de la mitad del poder político y eclesiástico) a
estimar y valorar una
singularidad nacional fabricada hace cien años por
Prat de la Riba y las Bases de Manresa.
Aspiraciones ahora concretadas en el empeño de esos poderes por un
referéndum para consumar la destrucción de una unidad que ha durado
siglos. Unidad no sólo de España, sino también de Cataluña, en la que
el autodenominado “pueblo catalán” pretende someter a los que tan atinadamente
llamó Candel “els altres catalans”. De momento, mediante un
referéndum que los enfrente y los confronte.
Ustedes,
Sres. Obispos ¿se sienten herederos de la
larga tradición de sus predecesores que les llevó a afirmar
la realidad nacional de Cataluña? Pues yo también
me siento heredero, junto con esa otra mitad de catalanes silenciados
también por la Iglesia, de una tradición muchísimo más
larga y más catalana que la suya.
Me siento
heredero de aquellos que en las Navas de Tolosa unieron las
fuerzas de toda la España cristiana -Asturias, Castilla y León, Navarra y
Aragón- para defender la libertad de profesar la fe verdadera frente a la
intolerancia sanguinaria del Islam. Me siento heredero de aquellos
sacerdotes y obispos que enviados por Isabel y
Fernando al Nuevo Mundo, evangelizaron las Américas y
confirieron la dignidad de hijos de Dios a hombres y mujeres de
otras razas que se convirtieron por la fe no en esclavos, sino en
súbditos libres de su Madre Patria, iguales en derechos a los
demás españoles.
Me siento
heredero del Somatén de Sampedor que se levantó con el
timbaler del Bruch el dos de mayo de 1808 para defender una
patria española que, invadida por los ejércitos de la atea Ilustración
francesa, amenazaba con destruir la fe de una nación
constituida sobre ella. Me siento heredero también de Mossén José Palau,
Sacristán mayor de Nuestra Señora de Belén, bárbaramente mutilado y
quemado vivo en su iglesia cuando la multitud anarquizada
arrasó con todos los templos de Barcelona el 19 de julio de 1936, y arrebató la
vida de cientos de sacerdotes y religiosos, a los que siguieron luego varios
miles bajo el mandato de Companys. Me siento heredero de
aquellos catalanes que bajo la advocación de la ahora profanada Virgen
de Montserrat, levantaron la bandera de la Tradición
catalana y regaron con su sangre los campos de España, muriendo por Dios
y por su Rey católico. Soy heredero de aquellos hombres y mujeres
honrados que prefirieron permanecer fuera, vigilantes, a cielo raso, antes que
participar en los restos desabridos de un banquete sucio. Me siento
heredero de aquellos que se jugaron la vida para sacar a la luz
las catacumbas de Cataluña, y para dar testimonio de la Fe de
Cristo en sus calles y en sus plazas; y de aquellos que murieron en un
sucio paredón de cara a la madrugada con la mirada puesta en su Dios y en su
Patria.
Con
el mismo derecho que ustedes se declaran “herederos” de los unos,
me declaro yo heredero de estos otros como catalán que soy.
Con el mismo derecho conque ustedes toman una opción
tremendamente discutible, yo tomo la contraria y lo hago
también públicamente desde mi conciencia de sacerdote y de
cristiano, de la cual ni siquiera la Iglesia puede juzgar. Soy heredero de una
tradición que me ha hecho, por la gracia de Dios, ser lo que soy. ¿Ustedes obran
en conciencia? Yo también. No les juzgo, no me juzguen ustedes a mí. Dios ya lo
hará con todos. Pero ese “pueblo catalán” que está en el poder y aspira
a ver reconocida su singularidad nacional,no
deja de ser una elucubración hegeliana al servicio de ese poder absoluto
e intolerante, no sólo político, sino también moral (desde la
perspectiva católica, inmoral) que en Cataluña impide toda discrepancia, hasta
la de los obispos. Pero insisten en que se ha de dialogar con ellos. ¿Sobre qué?
¿Sobre el calendario de imposición de la corrupción moral?
Ustedes,
Sres. Obispos, mantienen impertérrito el ademán ante la “Constitución”
inmoral y anticatólica del nuevo Estado Catalán que parecen
aceptar de buena gana, con la única condición de un pacto y un
entendimiento que saben que no llegará nunca por la absoluta
incompatibilidad de principios y por el carácter rabiosamente totalitario de ese
poder. ¿Debemos entonces aceptar que se abra el camino a todos los sacerdotes,
religiosos y religiosas de sus diócesis para que se pongan al servicio
incondicional del nuevo Estado inmoral y
tiránico que se quiere refrendar contra la mitad del
pueblo catalán y contra el resto de España?Me duele profundamente que
en su nota conjunta, los obispos de Cataluña no hablen del Pueblo de
Dios (que es el que la Iglesia nos confió), sino sólo del
pueblo de Cataluña(el medio pueblo de Cataluña que
tiene el poder y por el que parecen apostar) elevándolo así a categoría
teológica; me duele que no se nombre en ningún momento ni a
Cristo ni a su Iglesia y se prescinda del
anticristianismo radical de ese “pueblo de Cataluña” que ha profanado ya los
símbolos más sagrados de nuestra fe.
Y resulta
sorprendente, Sres. Obispos, que apuesten ustedes por una Cataluña cuyos
servicios sociales, tan fuertemente anclados en el
progreso que ustedes desean, ofrecen niños en adopción al
Lobby LGTB; que apuesten por una sanidad
que cultiva el aborto, la eutanasia y la experimentación con embriones
humanos; y por una enseñanza que adoctrina ya hoy en
ideología de género y en plurisexualidad desde
la educación primaria. De momento, han conseguido ostentar la tasa más alta de
abortos -también en hospitales participados por la Iglesia-
pagados con dinero público por la Generalitat. Este
progreso que ustedes, señores obispos, desean que se
promueva, se cimienta en la nueva Cataluña sobre la
más deplorable corrupción moral: contra la que ustedes evitan toda crítica; y se
quedan en la calderilla de la corrupción económica. ¿De Cataluña? No, del
“conjunto del Estado”: que para eso pertenecen a la Conferencia Episcopal
Española. La calurosa felicitación de Carles Puigdemont no se
hizo esperar.
Podría haber
desahogado mi tristeza y perplejidad en cualquier tertulia de sobremesa en una
recóndita casa parroquial. Prefiero hacerlo así, públicamente, como ustedes lo
han hecho y con la lealtad de aquel que no puede ni debe esconderse, pues no ha
dicho nada ni contra la doctrina ni contra la moral cristiana. Sólo he roto el
bozal del pensamiento único y he entrado en la arena
del ruedo por la puerta que ustedes mismos me han abierto.
Si defienden
la legitimidad moral de todas las opciones políticas que se basen en la
dignidad inalienable de los pueblos y de las personas, espero que respeten
también la mía y de tantos otros, pues ustedes ya se han posicionado con la
suya; y que no reduzcan al silencio a los discrepantes, con el argumento de
autoridad de la obediencia debida.
Ya sé que la
discrepancia contra el pensamiento único se castiga severamente. Ya han
visto cómo han reaccionado contra el autobús
discrepante. Estoy dispuesto a pagar el precio con que se castiga
ésta. La defensa de la verdad tiene un precio, ya muy alto en
esta sociedad que galopa hacia el totalitarismo. En la refriega en que estamos,
es difícil evitar el fuego enemigo, tan fanático. Por eso daré gracias
a Dios si consigo esquivar el fuego amigo. Y me aplico el cuento del
cartel de esos reivindicadores del derecho a decidir
(sólo lo que el poder decida que podemos decidir): Procura que tu
prudencia no se convierta en traición. En mi caso, traición al
Evangelio, a la Iglesia y al Pueblo de Dios.
Custodio Ballester Bielsa, pbro.
Cura párroco de la Inmaculada Concepción de Hospitalet de Llobregat
(Barcelona)
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