El de ayer, obviamente, que pecó de bastante cortito y despoblado en mi humilde opinión.
No voy a decir que la cantidad sea lo más importante, porque ejemplos de lo contrario hay a millares. Unas compañías de La Legión, otras cuantas de Regulares, unos voluntarios falangistas y requetés, y a los rojos se les hundió la ofensiva de Brunete. Unos falangistas -concretamente 60- detuvieron a los rojos en Alcubierre hasta que cayó el último.
Un millar escaso entre guardias civiles, falangistas, requetés, voluntarios sin filiación concreta y algún cadete, aguantaron en El Alcázar, como todo el mundo sabe, contra la flor y nata de la golfancia miliciana, que se iba a pasar el fin de semana a Toledo y aprovechaba para disparar unos tiros contra la fortaleza de Carlos I. Un par de compañías y un micrófono bastaron a don Gonzalo Queipo de Llano para hacerse con Sevilla, y un capitán con -literalmente- un pelotón de soldados hizo que Teruel quedara por España en el 36.
Un manojo de falangistas -José Antonio Girón de Velasco- se hizo con el Alto de los Leones; y un puñado de voluntarios se sostuvo en Oviedo, con Aranda, hasta la liberación; un falangista -José Mallol Alberola- con unos cuantos camaradas, se hizo con Alicante cuando todavía los rojos se apelotonaban en el puerto -a la espera de los barcos prometidos por sus mandamases, que nunca llegarían-, y a la espera de las tropas nacionales, que tardarían unos días en llegar.
Los bous -barcos de pesca incorporados a filas y levemente artillados- dejaron encerrada la flota roja en sus puertos; y un sólo cañonero, el Dato, -con potencia de fuego claramente inferior- posibilitó el Convoy de la Victoria que pasó a la Península las Fuerzas de Africa deteniendo y haciendo volver grupas a la escuadra roja de Cartagena.
Tres viejos aviones Junkers erigieron el primer puente aéreo de la Historia; y un sólo hombre, Joaquín García Morato, atemorizó a la aviación roja. Otro hombre, el Capitán Carlos Haya, surtió de cuanto pudo a los defensores del Santuario de la Virgen de la Cabeza, y -si no mal recuerdo- inventó el bombardeo con sandías, a falta de bombas que arrojar.
En fin: que cuando las cosas se ponen de bigote, más que la cantidad cuenta la calidad. Si hay ambas cosas, miel sobre hojuelas, claro está. Es precisamente cuando las cosas no están feas cuando la cantidad tiene más valor, porque permite solazarse en la contemplación serena de la fuerza propia. En tal sentido, el Desfile de ayer me pareció extremadamente débil; y no me vale la excusa de la crisis, porque movilizar un regimiento de soldados cuesta menos que llevar de viaje a tres Directores Generales.
Otra cosa quiero comentar, y es ese himno -la muerte no es el final- que he leído alabar como despedida a los caídos. Entiendo que -para la gente que aún no dobla el medio siglo y no ha conocido otra cosa- tenga un carácter emotivo pero, para mí, no pasa de ser una irrupción descafinada y melosa en el protocolo de la muerte, que también lo tiene.
Esta canción -tan sentida, quejumbrosa y casi llorica- más parece adecuada a un fallecimiento en accidente; a una muerte tras larga y penosa enfermedad; al último trámite de la ancianidad. Nada que me recuerde que el caído llevaba las armas en la mano, y ha dado su vida por la Patria, y siembra con su sangre una cosecha pendiente de recoger.
En resumen: que para honrar a los Caídos no hacen falta cancioncitas melífluas, y con el toque de atención y el de oración, con las compañías en posición de firmes, las salvas de ordenanza y las Banderas rindiendo honores, se explica todo mucho mejor.
Esto, al menos, es lo que tengo grabado de los tiempos en que a los Caídos por España se les honraba y agradecía el sacrificio por la Patria con sobriedad militar.
No voy a decir que la cantidad sea lo más importante, porque ejemplos de lo contrario hay a millares. Unas compañías de La Legión, otras cuantas de Regulares, unos voluntarios falangistas y requetés, y a los rojos se les hundió la ofensiva de Brunete. Unos falangistas -concretamente 60- detuvieron a los rojos en Alcubierre hasta que cayó el último.
Un millar escaso entre guardias civiles, falangistas, requetés, voluntarios sin filiación concreta y algún cadete, aguantaron en El Alcázar, como todo el mundo sabe, contra la flor y nata de la golfancia miliciana, que se iba a pasar el fin de semana a Toledo y aprovechaba para disparar unos tiros contra la fortaleza de Carlos I. Un par de compañías y un micrófono bastaron a don Gonzalo Queipo de Llano para hacerse con Sevilla, y un capitán con -literalmente- un pelotón de soldados hizo que Teruel quedara por España en el 36.
Un manojo de falangistas -José Antonio Girón de Velasco- se hizo con el Alto de los Leones; y un puñado de voluntarios se sostuvo en Oviedo, con Aranda, hasta la liberación; un falangista -José Mallol Alberola- con unos cuantos camaradas, se hizo con Alicante cuando todavía los rojos se apelotonaban en el puerto -a la espera de los barcos prometidos por sus mandamases, que nunca llegarían-, y a la espera de las tropas nacionales, que tardarían unos días en llegar.
Los bous -barcos de pesca incorporados a filas y levemente artillados- dejaron encerrada la flota roja en sus puertos; y un sólo cañonero, el Dato, -con potencia de fuego claramente inferior- posibilitó el Convoy de la Victoria que pasó a la Península las Fuerzas de Africa deteniendo y haciendo volver grupas a la escuadra roja de Cartagena.
Tres viejos aviones Junkers erigieron el primer puente aéreo de la Historia; y un sólo hombre, Joaquín García Morato, atemorizó a la aviación roja. Otro hombre, el Capitán Carlos Haya, surtió de cuanto pudo a los defensores del Santuario de la Virgen de la Cabeza, y -si no mal recuerdo- inventó el bombardeo con sandías, a falta de bombas que arrojar.
En fin: que cuando las cosas se ponen de bigote, más que la cantidad cuenta la calidad. Si hay ambas cosas, miel sobre hojuelas, claro está. Es precisamente cuando las cosas no están feas cuando la cantidad tiene más valor, porque permite solazarse en la contemplación serena de la fuerza propia. En tal sentido, el Desfile de ayer me pareció extremadamente débil; y no me vale la excusa de la crisis, porque movilizar un regimiento de soldados cuesta menos que llevar de viaje a tres Directores Generales.
Otra cosa quiero comentar, y es ese himno -la muerte no es el final- que he leído alabar como despedida a los caídos. Entiendo que -para la gente que aún no dobla el medio siglo y no ha conocido otra cosa- tenga un carácter emotivo pero, para mí, no pasa de ser una irrupción descafinada y melosa en el protocolo de la muerte, que también lo tiene.
Esta canción -tan sentida, quejumbrosa y casi llorica- más parece adecuada a un fallecimiento en accidente; a una muerte tras larga y penosa enfermedad; al último trámite de la ancianidad. Nada que me recuerde que el caído llevaba las armas en la mano, y ha dado su vida por la Patria, y siembra con su sangre una cosecha pendiente de recoger.
En resumen: que para honrar a los Caídos no hacen falta cancioncitas melífluas, y con el toque de atención y el de oración, con las compañías en posición de firmes, las salvas de ordenanza y las Banderas rindiendo honores, se explica todo mucho mejor.
Esto, al menos, es lo que tengo grabado de los tiempos en que a los Caídos por España se les honraba y agradecía el sacrificio por la Patria con sobriedad militar.