Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 18 de septiembre de 2012

SOBRE EL OBITO.

El de Santiago Carrillo Solares, hijo de un Wenceslao socialista al que repudió, genocida protegido por los garzones de este muladar, delator de cientos de compañeros a los que prefirió hacer mártires para vivir a su costa.

El genocida Carrillo -dicen- celebró la muerte de Franco -de enfermedad y en la cama de un hospital de la Seguridad Social que José Antonio Girón creó bajo el mandato del Caudillo- brindando por ella. Con las burbujas debió tragarse la vergüenza -ya, ustedes perdonen, no la tuvo jamás- de que su enemigo se muriese de viejo.

Yo, que soy falangista por la gracia de Franco -como cualquiera que lo sea y que tenga menos de 90 años-, no voy a brindar con champán. Ni siquiera con agua del grifo. Precisamente porque ser falangista obliga a mucho.

SOBRE LA CELEBRACION.

La celebración de la dimisión de Esperanza Aguirre, que -cuenta Público- efectuaron ayer cerca de doscientas personas.

Doña Esperanza Aguirre nunca ha sido santo de mi devoción, y los habituales lo saben. Es de esas personas que -pese a lo que digan sus partidarios- tira la piedra y esconde la mano. Ha lanzado al ruedo algunas propuestas con las que muchos podríamos estar de acuerdo, pero se las ha envainado cuando sus amos del partido le han llamado la atención. Nada de firmeza, en suma, ni de gallardía, ni de valor. Y, además, ha sido una de las mayores financiadoras del aborto. Hipócrita, pues, y cínica. (Vean ustedes los resultados de la política de doña Esperanza pulsando en este enlace.)

Por lo tanto, no me preocupa en absoluto la dimisión de la señora Aguirre. Ni lo lamento ni me alegro; me resulta indiferente porque quien venga será igual. Quizá por eso me parece tan ridículo que unos cuantos individuos se junten, nada más y nada menos que en la Puerta del Sol de Madrid, brindando con champán porque doña Esperanza se va a su casa, por su propia voluntad y por su propio pie.

Hay que ser pobre de espíritu -o directamente gilipollas- para celebrar que -por su gusto- se va alguien a quien no han sido capaces de derrotar en una década.

Y no me tomen el número cambiado: doña Esperanza es una impresentable; pero los celebrantes callejeros son unos mamarrachos.

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