Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

domingo, 23 de noviembre de 2008

SOBRE LO QUE NUNCA ESPERÉ DECIR.

He visto, y lo conté en su día, a muchos chulos metidos a chequista.
He visto -y lo he contado- cómo la policía cargaba contra unos miles de españoles que protestaban por el asesinato de tres marinos. La cosa ocurrió en Cibeles, en el lejano septiembre de1979, cerca de donde estaba el entonces Ministerio de Marina, y subimos hasta la Puerta del Sol, donde estaba Gobernación y ahora aposenta a doña Esperanza Aguirre. Manifestación no autorizada, por supuesto; como tantas otras en Vascongadas. Ni viejos, ni niños, fueron respetados por los valientes maderos -que entonces vestían de color mierda- de porra en ristre, botes de humo y pelotas de goma en todos los sentidos.
He visto -y lo he contado-, cómo la policía, acaso recién desenchiquerada de sus bases, provocaba groseramente, con la zafiedad del que se sabe impune, a algunos ancianos que hacían el recorrido entre Colón y la Plaza de San Juan de la Cruz. Cuando cerca de los ancianos aparecíamos algunos que no lo éramos, y desde nuestra credencial de Servicio de Orden mirábamos fijamente su placa, los heróicos sinvergüenzas guardaban un discreto silencio.
He visto por la televisión -como todos- la ejemplar mansedumbre de la policía frente a los etarras, proetarras, filoetarras, hideputas varios, con pedigrí o a granel. He visto cómo la policía contemplaba impertérrita la quema de Banderas de España, pasándose por al arco de las órdenes o del miedo -ya que no el patriotismo del que carecen- su deber constitucional de defender la Enseña del Estado que les paga.
Y a pesar de haber visto la chulería de matoncete paleto que se gastan muchos de esos individuos, cuando uno de ellos ha resultado muerto en un atentado, o en un tiroteo con delincuentes comunes, he enviado al desván de la memoria las provocaciones vistas y vividas, y he rezado, y he gritado, y he escrito en su honor.
Desde hace muchos años, mi lema ha sido que prefiero que nadie muera; pero que si la democracia sigue exigiendo como precio la sangre de los hijos de España, mejor que caigan políticos que hombres de uniforme.
Hoy, viendo lo ocurrido en el Valle de los Caídos ayer; viendo que la actitud de los guardias civiles destacados allí no cumplían un penoso deber, sino un anhelado festejo; hoy, conociendo que la Guardia Civil ha dejado de ser la del Duque de Ahumada y goza en la cochiquera como cualquier puerco de aquella Guardia Nacional Republicana chequista y cobarde, tengo que decir lo que nunca creí que diría.
Tengo que decir que conozco guardias civiles; tengo que decir que los guardias que conocí y que conozco son personas de bien. Tengo que decir que entre los guardias que conozco hay españoles de una pieza. Pero tengo que decir que, hoy, la Guardia Civil, como Cuerpo, ha dejado de tener mi respeto.
Al igual que a los militares el valor se les supone, a la Guardia Civil le suponía el patriotismo. Un patriota, un español decente, una persona honrada, hubiera obedecido sus órdenes. Un sinvergüenza, un canalla, un cabrón, lo habría hecho con recochineo y regodeándose. Esa es la diferencia.
Y en esa diferencia está la mía: lo que va de considerar al Cuerpo como benemérito de España, a tenerlo por simple calderilla del precio de la democracia.
Ahora, maten a quien maten, me importará tres leches si no es un camarada. A la Guardia Civil ya no le supongo el patriotismo. Que cada número lo demuestre, y ya hablaremos.
(Y que los que honran el uniforme me perdonen; pero se que, aunque les duela el alma, piensan igual)


(Publicado también en La Tribuna de España)

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