Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

miércoles, 9 de marzo de 2011

SOBRE LAS GALLINAS.

La gallina, tan útil, tiene en cambio mala fama. No sólo en cuanto hace a sus hábitos procreadores, que transplantados a lo humano cabrían en lo erótico-festivo casquivano, sino en cuanto es el paradigma del cobarde.
Con las plumas simbólicas se estigmatiza al militar que carece de valor -no ha mucho recibieron una cuantas las más altas instancias de los Ejércitos destepaís, entre ellas las mías-, y gallina llaman los críos al carente de arrestos.
Gallina es -en segunda acepción de nuestra madre Academia- la persona cobarde, pusilánime y tímida; y cobarde es el pusilánime, sin valor ni espíritu. Pusilánime es el falto de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para intentar cosas grandes.
De todo lo cual cabe deducir que a ese 52% de españoles que eludirían enrolarse en la defensa de España en caso de invasión -lo dice Minuto Digital basándose en encuestas del CIS- les cuadra perfectamente el apelativo, ateniéndonos exclusivamente al diccionario. Si dejamos el diccionario y nos vamos al lenguaje coloquial, de hijoputas no bajan, con pertinente parada en cabrones, derivados de puercos y pasando por mierdecillas o -a elegir- cagones.
"Hombres, hombrines, hominicacos y cagurrines", establecía en ejemplar escala un personaje de Rafael García Serrano en la impagable Plaza del Castillo.
¿Qué clase de cagurrín declara, tan pancho, que si llegase el momento de empuñar las armas para defender a España de una invasión extranjera, él se escaquearía? No pregunto siquiera qué clase de canalla no defendería a su Patria, a su madre; pregunto qué clase de hijo de puta no defendería siquiera su casa, su familia, su vida y su libertad.
El caso es que quisiera alterarme, desearía cabrearme, me gustaría vocear las grandes palabras que definen a los pequeños sinvergüenzas; pero no puedo. No puedo alterarme por saber que más de la mitad de los españoles de hoy son gallinas, porque la intuición no dejaba lugar a dudas. Me gustaría llamar a los gallinas, galinas; a los cobardes, cobardes; a los canallas, canallas. Pero no me sale, porque hasta para ser gallinas les faltan huevos, y porque para ser cobarde y canalla hay que ser, antes, persona.
Y estos deshechos, esta purrela, estos detritus, no son personas. Son puros animales. Los animales no entienden de Patria, ni de Nación, ni de Historia. Entienden de comer, beber, defenderse y copular: lo que su instinto les marca, porque ellos no tienen capacidad intelectual ni espiritual.
¿Qué ideas, qué instintos puede tener esa mitad larga de hominicacos que tienen la firme intención de no defender a España frente a una hipotética invasión? ¿Qué clase de cobarde, de gallina, de hideputa son? Porque nadie está libre de que le entre el canguelo en un momento dado; pero sentar plaza de cagurrín, de traidor, de desertor y de canalla ante la mera hipótesis, refleja una podredumbre espiritual más allá de toda comprensión.
¡Y aún hay por ahí quien se pregunta cómo es posible que en España no pase nada con cinco millones de parados, con un millón de familias sin un sólo sueldo, con unos impuestos de lujo y unos servicios de mierda!
Y lo que menos comprendo, es cómo los que tenemos a gala la posibilidad de coger las armas por España y -como también definía Rafael García Serrano acerca de los Requetés del 36- la esperamos con impaciencia de cita amorosa, no los hemos corrido ya a gorrazos.

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