Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

viernes, 11 de marzo de 2011

SOBRE LAS RESPUESTAS ADECUADAS.

Me llega por correo una noticia que cuenta Religión en libertad -también recogida por Cruzada Hispánica-, acerca del ataque sufrido por la capilla de la Universidad Complutense del campus de Somosaguas.
Según ABC -citado por Religión en Libertad- "... hacia la una de la tarde, un numeroso grupo de chicos y chicas entró en la capilla del campus de Somosaguas y tras leer en voz alta sus críticas hacia la Iglesia Católica y proferir insultos contra el clero, varias de las jóvenes, rodeando el altar, se desnudaron de cintura para arriba entre los aplausos y vítores del resto de los gamberros."
Bueno, llamar jovenes -o jovenas, que hubiera dicho doña Carmen Romero, ex de González- a las golfas que van desnudándose por ahí en público, es una manera un tanto eufemística de callar lo que son; aquello que ya fue definido clara y nítidamente en los años 30 del pasado siglo: tiorras.
El que lo hagan en una capilla, ante el regocijo de una panda de cabrones -probablemente tan borrachos o colocados como cuando jalean a sus putas en un botellón cualquiera-, sólo añade el sacrilegio al encanallamiento habitual.
Mi comunicante me comenta que hay que hacer algo, porque esto se nos va de las manos. Ello me ha dado pie para recordar una vieja historia, acecida allá por el lejano 1979. Se iba a celebrar una procesión en honor de la Virgen del Coro, en su día, por mitad de septiembre. El párroco había recibido insinuaciones de que algunos demócratas intentarían reventar la procesión o, al menos, armar barullo durante la misma.
El cura, temiendo las consecuencias para los asistentes -en parte mujeres, personas mayores y niños, como es normal- estaba preocupado, y se lo comentó al que entonces era nuestro Subjefe de Distrito. Este, lógicamente, no podía comprometer el nombre de Fuerza Nueva sin conocimiento y autorización de la superioridad; pero nada le impedía comentar el asunto con algunos, que a nuestra vez lo comentamos con otros, y estos con otros... en fin, lo normal.
El caso es que el día de la procesión, desde varias horas antes aunque el sol pegaba fuerte, en cada bocacalle del recorrido previsto había algún grupito, discreto pero evidente, que fingía -muy mal, de eso se trataba- ser una panda de desocupados sin más interés que mirar a todas partes y patearse, una y otra vez, el mismo tramo de la calle.
Bien, el caso es que la procesión transcurrió sin novedad, y que no paso absolutamente nada. Que es lo que suele ocurrir cuando se deja bien claro que puede pasar de todo.
Mejor relata el mismo asunto de fondo el gran maestro Rafael García Serrano (Plaza del Castillo):
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En la puerta de la iglesia tintineó una campanilla. Un sacerdote salía a dar el Viático con la obligada discreción de aquellos tiempos en que se consideraba que Dios no podía transitar libremente por las calles, y la campanilla que le escoltó hasta la puerta de su Casa avisó a la mocina goyesca. Entonces fue como un milagro, como si el viento más misterioso del mundo hubiese secado el vino, como si el vino mismo se pusiese de rodillas ante su Creador, y todos aquellos que un minuto antes ostentaban sus curdas con el orgullo de una laureada, se pusieron de rodillas, y a los pies de Cristo rindieron los cartelones de las fiestas, las botas, los pellejos, los garrafones, las fajas, el bombardino, el tambor, el saxofón, y las boinas cayeron al suelo, y era justo que los cartelones de saludo a los forasteros ocultasen su salutación, porque Quien cruzaba la calle, escondido bajo la sotana de un sacerdote, no era ningún forastero, era uno de ellos y para ellos había vivido y había muerto y vivía y moría a diario y eternamente. Y la calle guardó silencio y sólo el cometín inició la marcha real, tras del toque de atención, y los hombres de la fiesta se auodillaron al paso de su Dios y Amigo, de su compañero de cuadrilla, de su camarada, y alguien que no hincó la rodilla, vaya usted a saber por qué, encontró dos zarpas sobre sus hombros altivos, dos zarpas que lo llevaron a tierra y cuando quiso volverse y preguntar:
-¿Qué pasa?
-Dios -le contestaron-, y aquí se arrodilla Cristo.
Y no hubo más porque el cura que llevaba al Señor por las calles del último día se fue hacia la Tejería, escoltado por unos mozos sucios y vinosos, la boina en la mano, el paso firme y alegre. Y cuando un tío reclamó al del cometín: «¿Por qué coño has tocao la marcha real?», el del cornetín respondió con una lógica abrumadora: «Hombre, el himno de Riego ya lo sé, pero a lo mejor se molestaba Dios, ¿comprendes? y además porque quiero y porque me sale de los cojones.» Y tampoco pasó nada.
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También contaba el maestro Rafael, pero no encuentro ahora la cita, lo ocurrido cuando un par de sacerdotes llevaban al Señor a un moribundo y hubieron de pasar ante los locales, no se si de Izquierds Republicana o del PSOE, en aquella Pamplona previa al 36. De los dos curas, uno era viejecito, pequeño, un santo varón dispuesto a defender el cáliz con su vida, pero con apenas fuerza para sostenerlo. El otro era mocetón alto, fuerte, con manos de pelotari y brazos de campesino. Pasaron ante los canallas que, a la vista de dos sacerdotes se las prometían muy felices, y empezaron a insultarles y -esto es lo importante, que para lo otro ya estaban dispuestos los curicas a poner la otra mejilla- a blasfemar.
El joven, haciendo gala del mejor talante, le dijo al viejecillo: Cuide usted de la Sagrada Hostia, padre, que de las otras me ocupo yo.
Y se lanzó contra los canallas, subiendo hasta el primer piso desde cuyo balcón galleaban, y lanzando a los gritones escaleras abajo, pero con la cabeza por delante.
Supongo que de estas historias se podría sacar alguna conclusión.

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