Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

miércoles, 21 de diciembre de 2016

SOBRE EL NUEVO ATENTADO.


Que no es el del asesinato múltiple en Berlín -eso es lo habitual en esta sociedad europea y floja- sino el de los medios de comunicación españoles.

Medios de comunicación -de desinformación e intoxicación, más bien- que de la desgracia y el crimen hacen propaganda política. Y si, son los medios. Porque los partidos políticos están en su papel al afirmar ante los posibles electores lo que opinan sobre lo que pasa; de identificar los problemas y de proponer soluciones. Pero los periodistuchos y tertulianines que aprovechan una matanza en Berlín para clamar contra la "ultraderecha" que se muestra hasta donde no digan dueñas de los atentados, están haciendo propaganda política. Propaganda política "antifascista", evidentemente. Como si aún les pagara la III Internacional y tuvieran que congraciarse con sus amos, llegando a la desfachatez de afirmar que los atentados islámicos benefician a la "ultraderecha" alemana o francesa. Vamos, que en cuanto les aflojen un poco más la mosca, dirán que los crímenes han sido cometidos por los "ultras".

Y no se cansan de clamar contra la "xenofobia de la ultraderecha," por más que los partidos que tertulianuchos y periodistines tildan de fascistas no pidan mas que el cumplimiento de las leyes y que se acote el desparrame de buenismo suicida. Porque las "ultraderechas" europeas -hasta donde alcanzo a saber, que es, sin duda, más que los parlanchines necios- no reniegan del extranjero por ser extranjero, ni exigen cerrar la frontera a cal y canto, como en su día hiciera el bolchevismo soviético. Lo que piden es que no se permita la entrada de cualquiera que venga aunque no cumpla unas mínimas condiciones de adaptación a su nueva residencia, y de respeto a las leyes, normas y costumbres de quienes les acogen.

Porque lo contrario -la autoreclusión en barrios cerrados y costumbres originarias- no hace sino fomentar la posibilidad de terroristas de segunda generación; o sea, los hijos de los inmigrantes, ya nacidos en Europa, que se sienten excluidos por los países que acogieron a sus padres, pero a los que no se sienten ligados.

No dejan los periodistas y tertulianos de asombrarse porque a veces los terroristas islámicos tienen la nacionalidad del país -Francia, Alemania, España- donde cometen sus fechorías. Y no entienden que, por mucho que tengan la nacionalidad por nacimiento -ius soli- no están integrados en sus respectivos países. No sienten, no piensan, no viven como alemanes, franceses o españoles; viven y piensan y sienten como enemigos de sus propios conciudadanos, a los que odian y a los que anhelan sojuzgar y -llegado el caso- exterminar.

Y no entienden que esto es así por una razón simple: los hijos de esos inmigrantes musulmanes -la segunda generación- se encuentra generalmente apartada de una sociedad que no les ofrece trabajo, ni vivienda, ni proyecto de vida; que los tiene apartados, en guetos medio autoimpuestos y medio obligados por la sociedad que no se esfuerza en integrarlos. 

La única manera de poderlos integrar es que tengan trabajo, vivienda -ganada con su esfuerzo, no regalada por ser distintos a los desgraciados que pagan impuestos-, proyecto de vida. 

Y la única manera de podérselo ofrecer, y que la segunda generación de inmigrantes no se revuelva contra sus países de nacimiento, es que no entren más nuevos inmigrantes de aquellos que la sociedad puede acoger. 

Lo contrario -lo que se lleva haciendo décadas- no es sino sembrar el terrorismo futuro.

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