Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 7 de septiembre de 2010

SOBRE LA TREGUA.

O alto el fuego, o disposición negociadora, o trampa, o leches. Lo de los asesinos de ETA, ya ustedes saben. Esos a los que el Gobierno dice que va a tratar exactamente como hasta ahora, y lo creo.
Los va a tratar como hasta ahora; esto es: permitiéndoles dominar en los Ayuntamientos, tolerando la guerrilla urbana, liberando presos en cuanto hay resquicio legal, acercándo condenados a su casita, no se vayan a estresar los pobres; poniendo asesinos confesos en la calle a las primeras de cambio; negociando con ellos hasta el límite del precipicio; considerando accidentes los atentados salvajes; entregando subvenciones a los afines al terrorismo... En fin, ya sabemos cómo trata el Gobierno a ETA.
Mi opinión acerca de cómo solucionar el problema rojoseparatista etarra es conocida: basta tomar ejemplo de las grandes democracias de nuestro entorno (Alemania -Baader Meinhof-, Italia -Brigadas Rojas-), o cuando menos aprender de la gran madre de todas las democracias, Estados Unidos, que ya sabemos cómo se las gasta con los criminales.
Pero mejor que todo lo que yo pueda decir, lo dijo la semana pasada mi camarada Ismael Medina en su acostumbrado artículo en Vistazoalaprensa:
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Es una vieja historia que acaso recogiera en una crónica lejana. Merece recordarla, aunque así fuera. Adquiere un crudo realismo aplicada a los manantiales de sangre que barbotean por doquier y las túnicas teñidas de falso humanitarismo en que se envuelve la cobardía de un mundo occidental en decadencia.
Sucedió en el bar de un barrio suburbial cuyo mostrador estaba tomado de la mañana a la noche por un corpulento matón al que reían y aplaudían sus chulerías cuatro tipos de igual calaña y menos musculatura. Algo parecido a escenas reiteradas en la tópicas películas del Oeste americano.
Una tarde entró en el bar un señor correcta y humildemente trajeando. Enjuto y de baja estatura su palidez delataba un mal estado de salud. Se acercó al mostrador, susurró un “buenas tardes” y pidió un vaso de leche que, no sin extrañeza, le sirvió el dueño del bar. Se le acercó el matón cuando iba a consumirlo, reclamó al camarero que le sirviera una copa de coñá y exigió al hombrecillo que la bebiera. Se excusó éste explicando que padecía úlcera de estómago. Fue inútil su correcto forcejeo. El matón le obligó a ingerir aquel horrendo brandy peleón tras contundentes amenazas físicas entre el jolgorio de la pandilla que había rodeado a la víctima del escarnio. El infeliz abandonó el bar cabizbajo y humillado.
Apenas si había transcurrido media hora cuando el hombrecillo entró de nuevo en el bar con una botella de leche. La puso sobre el mostrador y pidió al camarero que le sirviera un vaso al matón, al que pidió con calma: “Le ruego, señor, que se lo beba”. Ante el asombro y la consternación de los presentes tragó la leche de un golpe. Se hizo un silencio espeso mientras el hombrecillo abandonaba erguido el bar.
Los esbirros del matón se extrañaban de su bajada los pantalones ante un alfeñique y le exigían una explicación. No tardó en llegar: “Traía la muerte en los ojos”.
Se preguntarán algunos: ¿Y qué relación guarda esta concreta historia de andar por casa con la sangrienta realidad que nos envuelve? La uso al modo de los fabulitas famosos, como Esopo, La Fontanine o Samaniego, sin pretensión alguna de emularlos. Las viejas fábulas iban acompañadas de una moraleja. También la tiene la pequeña peripecia humana exhumada.
Terroristas, bandidos y demás calaña (todos son la misma cosa) deben estar persuadidos de que pueden y habrán de morir. O dicho de otro modo, que los Estados, como el hombrecillo de la historia, llevan la muerte en los ojos. Los Estados, de otra parte, habrán de hacer suyo el principio de que cualquier muestra de debilidad frente al bandidaje, se disfrace de terrorista o no, conduce a su derrota.
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