Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

viernes, 1 de marzo de 2019

SOBRE EL CANALLA.


Si, lo sé; canallas hay muchos, a montones. Das una patada en el suelo y te salen veinte y en España, últimamente, antes de acabar de poner el pie en el suelo te han salido tres docenas. Pero sabiendo ustedes -como sin duda no ignoran- que en el día de ayer estiró la pata el cómplice e instigador de miles de asesinatos Javier Arzallus, no creo que les quepa duda de a qué canalla me refiero.

Ya se que no debe uno alegrarse de estas cosas. Realmente, bien triste resultaría alegrarse de que un hijo de puta estire la pata por sus propios medios; pero teniendo en cuenta que ni leyes -que existen pero no se cumplen-, ni jueces -que existen, o por lo menos cobran, pero no se atreven-, ni policía -que existe, pero no les dejan-, han sido capaces de dar buena cuenta de tal pájaro, tampoco es tan malo que la madre naturaleza corrija su error y quite de en medio esa inmundicia.

Diré, por tanto, que no he brindado con nada -ni siquiera con agua-, entre otras cosas porque después de enterarme por la radio, y luego por las referencias del blog hermano Desde mi trinchera que escribe mi camarada Eloy, no volví a acordarme del rebotado Arzallus hasta que hoy me lo ha traído el periódico, pero que es lo más cerca que he estado de pensar que era un buen día.

Por lo tanto, no voy a ejercer de hipócrita -como si fuera un Arzallus cualquiera- diciendo que lo he sentido; pero también es cierto que no me ha producido ninguna alegría. Hay cosas más importantes en la vida que molestarse en sentir algo por un ser tan despreciable, tan cabrón, tan inicuo. 

Hace tiempo que dejé de considerar al enemigo como alguien con quien en el futuro habría que convivir y al que, por tanto, no podía odiar. Hace tiempo que empecé a odiar y -a falta de amar- no resulta desagradable. De alguna forma hay que corresponder a tanto hijoputa, a tanto cabrón, a tanto gilipollas, a tanto necio.

Pero el canallesco difunto de mi comentario no tiene -no tuvo nunca- la suficiente categoría humana para merecer el odio. Simplemente, el asco.

Lo único de lo que si quiero dejar constancia, es de que si -como decía mi camarada Eloy- Dios es infinitamente bueno, habría que pedirle que también fuera justo. 






Publicidad: