Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

domingo, 1 de febrero de 2009

SOBRE LA SANIDAD MADRILEÑA.

No pretendo sentar cátedra ni universalizar lo particular. Lo digo porque ye he tenido mis rifirrafes con el estamento médico, y no se trata de eso. Hay ocasiones en que todo el mundo cumple su obligación, y el resultado es una mierda. Acaso porque todos siguen los protocolos, y en ningún papel se les ha ocurrido poner que las personas son personas, y no cachos de piedra.
En este caso, a mi tía la vieron nada más llegar: radiografía, colocación de férula, todo rapidísimo. La indicación de que hay que ponerle unas inyecciones de heparina para evitar trombos, y que me vaya decidiendo a pincharle yo, porque para eso no se desplazan los practicantes o como les llamen ahora, que en el cambio de nombre deben haber incorporado la comodidad.
El absoluto pánico que me produce la idea de pincharle a alguien a quien no quiero hacer daño, me lo puedo ir tragando. En ese momento, podría haberle pinchado a alguno de ellos, pero no con jeringuilla, sino con una hermosa bayoneta de esas rusas, triangulares, que -a decir de los divisionarios que se trajeron el recuerdo- dejaban un dibujo muy bonito. Pero ni tenía la bayoneta, ni quien le pusiera las inyecciones a mi tía en caso -más que probable- de que algún garzón me empapelase sin atender a mis motivos artísticos.
Llevarla al ambulatorio dentro de quince días, a que le hagan otra radiografía y le quiten la férula, también corre de mi cuenta. No tuvieron a bien explicarme cómo hago para llevarla; principalmente, cómo combinar la bajada de cuatro pisos de escaleras -sin ascensor- y la recomendación de no apoyar el pie.
A partir de aquí viene lo mejor: ¿se la lleva usted? ¿tiene alguien que les venga a buscar? Pues no, mire; sólo tengo a otra persona de 90 años, y además no tiene carnet de conducir. Y tampoco la puedo subir solo por las escaleras, como no sea arrastrando a modo de saco de patatas. Bueno, pues las ambulancias tardan tres o cuatro horas.
Y no tres ni cuatro, sino cinco horas en hallar ambulancia disponible. Y mi tía desesperándose, y con su cabeza -que no está para muchas gaitas- desvariando cada vez más. Y llega un señor diciendo que tiene fuera una ambulancia, pero que si hay que subirla a casa. Si, claro; si no hubiera que subirla, ya me habría ido en taxi hace cinco horas en vez de esperar a que venga un imbécil con estas preguntas. Pues entonces hay que llamar a una ambulancia que venga con ayudante.
Y otra media hora esperando, y temiendo que por el ligero despiste del gilipollas que la pidió la primera vez, la cosa se prolongue otras cinco horas. Por fin llega, y ya cerca de casa, le empieza a dar el ataque que dicen puede ser epilepsia. Ante la disyuntiva de volver al hospital, o seguir y cuidarla en casa, y como ya me conozco el cuadro, opto por llevarla a su cama y que sea lo que Dios quiera, pero en paz.
Y héte aquí que la culpa, evidentemente, no es de nadie. Porque atenderla la han atendido pronto. Tampoco había nadie más, pero eso no permite presuponer lo no ocurrido. Pero una vez atendida, ahí queda eso, paquete fuera, ya no es paciente, está dada de alta y se puede ir cuando quiera. Si necesita ambulancia, que se espere. Y a esperar se ha dicho, una anciana de 92 años a la que -por su estado y sus enfermedades- cualquier contratiempo le produce una alteración importante. Y una hora. Y otra. Y otra más. Y otras dos. Y cada vez más impaciente, más alterada, más fuera de sí...
Total: que ataque epiléptico o lo que diablos sea, a cuenta de la maravillosa gestión sanitaria de doña Esperanza Aguirre, que trata a las personas peor que a los animales, porque sobre estas cosas nadie va a decir nada -y si lo dicen ya le contestarán que es un caso puntual, que qué mala suerte, oiga- pero si alguien encuentra un perro abandonado, hay cincuenta organizaciones ecolomamonistas prestas a la batalla. Ahí es nada, el estrés de los toros, o los cerdos, metidos en camiones. Y no digamos los cabritos, que esos si que les preocupan por evidentes razones. Nada comparable con una anciana, enchiquerada durante cinco horas en un cuchitril de urgencias, a la que incluo miran mal cuando pide ayuda para ir al baño porque le acaban de decir que ni se le ocurra apoyar el pie.
Y la pregunta final, es si no habrá alguien capaz de obligar, por ley, a que los gestores acudan a los mismos servicios que gestionan. Porque todos estos mamandurrieros jamás van a ir a la Sanidad pública salvo para que les tiren tomates -algo frecuente con el consejero Lamela, el amo del cotarro madrileño- antes o despues de hacerse fotos para la prensa. Un titular bien vale un tomatazo, debe ser su lema. Pero ninguno va a que le atiendan o -si Dios lo quiere- a rendir su alma al Señor en un hospital de la Seguridad Social, como aquél dictador que falleció, de viejo, en La Paz. Todos estos van -incluso para morirse- a clínicas de doscientas estrellas.
Bueno, aquí va la parrafada. Tenía ganas de contarlo y me ha salido así, sin siquiera mala leche. Creo.



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