Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

viernes, 11 de septiembre de 2009

SOBRE LOS ABUCHEOS.

Hasta El País lo dice: La crisis se impone a los abucheos soberanistas en la ofrenda.
Vamos, que los ex-trabajadores no tienen bastante con el Estatuto, las declaraciones separatistas, los gilipollas como el de la entrada contigua, los mosos de escuadra, el charnego Montilla o el capullo Carod.
Y es que hay gente que se queja de vicio. ¿Es que no están contentos con las embajaditas de los primos, sobrinos, cuñados, hermanos o gametos perdidos de Carod Rovira? ¿No se emocionan con las subvenciones al estudio del catalán en lejanos países? ¿No se reconfortan el estómago -a falta de pan- con las suculentas butifarras que se meten -cada cual según su gusto- a la mayor gloria de la zafiedad aldeana, cuando intentan ofender a España ante la mansa mirada de las autoridades incompetentes, civiles y militares? ¿No se sienten extasiados de puro gozo al ver los triunfos de su mescunclú laportino?
Al lado de todo eso, ¿qué es pagar una hipoteca fascista, qué es el capitalista hábito de comer a diario? Lo dicho, se quejan de vicio, o son fachas infiltrados en la emocionante celebración de la derrota militar del pretendiente Carlos de Austria hace dos siglos largos.

SOBRE EL CUBO DE LA PORQUERÍA.

Hay en la región de Cataluña un hijos de puta llamado Santiago Espot. Bueno, por haber hay muchos: tantos como renuncian a su madre España; pero así llamados y que haya salido en los papeles, sólo este por el momento.
El hijo de madre desconocida Santiago Espot es presidente de Catalunya Acción, chiringuito del que debe comer porque no se le asigna otra ocupación conocida. Y este hijo de puta, cabrón sin pintas siquiera, gilipollas cum laude, mamarracho oceánico, dice que el Estado español es “un cubo de basura donde se aboca toda la porqueria”.
Tiene razón el idiota en esto. En España llevamos muchos años recogiendo basura.
La solemos poner de presidentes de grupitos gilipollas.

SOBRE DIRECTORES.

Directores hay muchos y de muchas clases, evidentemente.
Hay directores generales de empresa y de la administración; hay directores de cine y de teatro; hay -o había- directores de pista en el circo, y payasos -primera acepción- que se creen que dirigen algo.
Y hay directores de periódico.
Mi primer director fue el General don Manuel Ballesteros, que lo era de Fuerza Nueva -revista- allá por el lejano 1979. Me acogió con una benevolencia y cariño a los que intenté corresponder sacando lo mejor de mí. Ignoro si llegué a cubrir sus expectativas, pero el caso es que debió ver en mi quehacer una aceptable madera, ya que no maneras, porque me publicó en páginas centrales un par de larguísimos artículos, amén de otra veintena de más considerada extensión. En cierta forma, don Manuel Ballesteros es el culpable de que siga aquí, aporreando teclas.
Casi sin tocar baranda pasé a ser -con la inevitable petulancia de la juventud- mi propio director en varias publicaciones pequeñitas, de Distrito, en las que apliqué las enseñanzas que había recibido. Con cierto éxito, y no lo señalo por vanidad, sino en justo reconocimiento de lo mucho y bien que trabajaron aquellos Distritos madrileños, que consiguieron un casi imposible: que ni un sólo ejemplar fuese a la basura, y que incluso nos llegaran -de muy arriba- solicitudes de números atrasados que hubo que fotocopiar porque no quedaba ninguno sin vender.
Tuve después otro director, y esto son ya palabras mayores: Antonio Izquierdo en El Alcázar, que tuvo la gentileza de publicarnos a mi camarada Eloy y a mi algunos articulillos en aquél Escaño Nacional, a mitad de camino entre las Cartas al Director y los artículos de opinión.
Vino luego la aventura de EJE en Juntas Españolas, y en ella estaba cuando apareció La Nación, que comenzó siendo semanario dirigido por Félix Martialay.
A Félix Martialay lo conocí en el sótano de Florestán Aguilar donde La Nación tuvo su primer local. Era difícil que coincidiéramos, porque él trabajaba en horario de tarde y al periódico sólo podía ir por las mañanas, y a mí me ocurría exactamente lo contrario. A cuenta de ello, nuestra relación fué más bien telefónica, y en un par de ocasiones me obsequió con una portada, supongo que más por el tema que tocaba que por el merecimiento del firmante.
Ahora -ayer, con el retraso del que no puede dedicar al conocimiento del mundo todo el tiempo que debiera- conozco por El Nuevo Alcázar la triste noticia de su fallecimiento el pasado 9 de septiembre.
Fue Félix Martialay un buen periodista, un esforzado director de El Alcázar en una época en que ya la prevaricación gubernamental socialista lo sitiaba por hambre; esto es, por la negación de la publicidad institucional obligada por ley. Fue un gran director y editor de La Nación y fue, sobre todo, un hombre fiel.
Descansa en paz, Félix. Y échanos una manita desde ahí arriba.

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