Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

viernes, 27 de febrero de 2015

SOBRE EL PLAN HIDROLÓGICO QUE NO HAY.

Lo dice 20 Minutos en su página 8: Aragón pide ayuda al Ejército ante la crecida "extraordinaria" del Ebro.

Esto ni siquiera merece un gran alarde de titulares para el citado periódico, lo que viene a demostrar que tampoco es mucha noticia. No lo es, porque raro es el año en que el padre Ebro y sus afluentes no se encabritan y arrasan -poco o mucho- lo que tienen por delante. No lo es, porque en España las crecidas de ríos y torrenteras es tan usual como la sequía, y mientras pueblos y ciudades y campos se anegan en un sitio, en otro las tierras se cuartean de pura sed, y animales y humanos dependen de fuentes distantes muchos kilómetros, y de camiones que les surtan del líquido más esencial.

Esto no es noticia, aunque sea una desgracia para quien lo sufre y una terrible lacra para la economía nacional, ambas caras de la misma moneda resuelta en promesas que no valen ni el aire en que se propagan las palabras huecas, en lamentos elegíacos y en subsidios que nunca bastan para recuperar lo perdido.

Y uno se pregunta si esto no se podría cambiar; si tenemos tan poca capacidad como para sufrir resignadamente, año tras año, estación tras estación, los mismos rigores de la naturaleza. Y sin ser ingeniero, deduce que algo si se podría hacer. 

Por ejemplo, pantanos. Pantanos que recojan las crecidas, las encaucen y amansen. Pantanos que tras sus compuertas contengan riadas y crecidas. Pantanos que, cuando los de cabecera tengan que desembalsar agua, la reciban en las cuencas medias y bajas. La orografía española es razonablemente propicia para ello, y si los políticos que sufrimos fueran capaces de prescindir de tópicos, se darían cuenta de que ya es hora de abandonar su complejo de que las obras hidráulicas son cosa franquista. Aunque les costara tener que reconocer que gracias a la época de Franco tenemos aún agua, y que lo único razonable es continuar aquella política hidrológica, puesta al día tras 40 años de inacción.

Por ejemplo, trasvases. Política de trasvases donde no tengan voz los aldeanos cafres que prefieren ver perderse el agua en el mar antes que dársela al vecino necesitado. Donde no tenga sitio la demagogia de negar el agua al Levante y la Andalucía mediterránea porque la quieren para hacer campos de golf.

Estos demagogos saben -o deberían saber si no fueran necios- que en los campos de golf las aguas se reciclan y reutilizan. Pero aunque fuera cierto, también los campos de golf son una fuente de riqueza que da empleo -hostelería, restauración, jardineros, electricistas, fontaneros, mecánicos, personal administrativo...- y genera ingresos. Pero antes de los campos de golf están los campos de cultivo, los naranjales, las huertas.

No se si el Plan Hidrológico aprobado por el último Gobierno de Aznar -que Zapatero derogó para favorecer el crimen ecológico de las plantas desaladoras-, era bueno, regular o malo. Quizá los turolenses se quejaron con razón -no se si hubo algo previsto o no-, aduciendo que si las aguas del Ebro iban a regar Valencia o Almería, justo era que también a Teruel llegaran adecuadamente. Quizá los catalanes querían mayores garantías de que sólo se desviaría el caudal sobrante. O quizá fue todo una pelea de gallos.

Pero lo que es evidente, es que España necesita poner en orden sus aguas, amansar crecidas, desviar riadas, embalsar sobrantes y llevar el líquido de la vida a donde hace falta para vivir, a la vez que se impide que cause desolación y muerte donde sobra.

O sea: un Plan Hidrológico que no se hipoteque a los aldeanos cazurros -los que prefieren inundaciones en sus casas a regadíos en la del vecino- ni a los votos de señoritos separatistas, sino al interés general.

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