Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 27 de noviembre de 2012

SOBRE EL CURITA.

Que, ya lo se, hay muchos y de muchas clases.

En concreto, me refiero -lo dice La Gaceta- al nuevo párroco de la iglesia de Santo Domingo, en Mena (Málaga), que ha tenido la humorada de prohibir el canto legionario de el novio de la muerte, bajo la especie de que no es una canción litúrgica.

Este señor cura, cuyo nombre es Juan Manuel Parra -y lo digo para público escarnio-, debe ser muy moderno; tanto como para no conocer las relaciones entre La Legión y el Cristo de la Buena Muerte. O debe ser muy ceporro, para no entenderlo. O debe ser, en resumen, muy mala persona, lo cual no es incompatible con el sacerdocio. Puede ser también un pobre acomplejado, o un individuo descreído, que de su Ministerio sólo tiene la apariencia sin alcanzar lo profundo de la relación entre los que ponen su vida en manos de Dios y a su Santo Patrón se encomiendan.

Puede ser, acaso, un cura progre, de la misma catadura de los que parieron a ETA y amamantaron el separatismo catalán, y en ambas cosas siguen; de los que profanaron sus propias iglesias convirtiéndolas en antros -cuando no en lupanares- que dieran cobijo a la rojez de los señoritos comunistas de la llamada Transición.

O puede, simplemente, ser un pobre hombre, un desgraciado que abomina de la grandeza que su pequeñez le impide alcanzar.

En todo caso, es un ejemplo de lo que la jerarquía eclesiástica debe apartar del pueblo fiel, si no quiere acentuar el riesgo de que cada vez quede menos pueblo y sea menos fiel.

Por cierto, señor Parra: este blog, que se honra en afirmar que Cristo se queda aquí, lo hace con la imagen del Cristo de la Buena Muerte, rodeado por legionarios que le rinden honores. Ahora, si usted lo cree apropiado, venga a decirme que lo quite.

¡Y todavía hay quien se extraña de que, confesándome católico, no quiera saber nada de la organización eclesial!

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