Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

miércoles, 18 de julio de 2018

SOBRE LA MEMORIA HISTÓRICA DE ESTE DÍA.

Día que es 18 de Julio, y que se cumplen 82 años de aquél otro en que el pueblo español dijo que hasta allí habíamos llegado, y que ya estaba bien.

El pueblo español, no los militares como dicen los idiotas, los cretinos, los necios y los hideputas, condiciones que, evidentemente, no son excluyentes entre sí. El pueblo español, representado por las decenas de miles de requetés, de falangistas, de gentes sin adscripción política que, simplemente, no querían dejarse asesinar como borregos. El pueblo español, representado también -ni que decir tiene- por las decenas de miles de soldados que estaban hartos de ser insultados, infamados, agredidos ante la pasividad de los mandos pesebreros, y que formaban parte -evidentemente- del pueblo español con los mismos derechos que cualquier otro.

El pueblo español, que esperaba la voz de alerta, la voz de mando, para hacer frente a los que cotidianamente les asesinaban, les robaban, les falseaban las elecciones, les dejaban a merced de hordas patibularias y prostibularias.

El pueblo español, en fin, que llenó los cuarteles y las formaciones en cuanto El Director dio la señal. Porque el 18 de Julio de 1936 no se levantó Franco contra el Gobierno llamado legítimo de la llamada República. Fue el 17 de julio cuando las tropas de África -donde aún no estaba Franco- se levantaron contra una República de asesinos y ladrones, y lo hicieron siguiendo las instrucciones del General Don Emilio Mola Vidal, El Director.

Franco sólo era el General Jefe del Ejército del Sur, y bajo su mando las columnas nacionales emprenderían una fulgurante ofensiva que sólo terminó cuando las Brigadas Internacionales -recolección de maleantes, de sinvergüenzas, de criminales de baja estofa, y de algunos idealistas que pronto pasarían por la criba del Carnicero de Albacete, el comunista André Marty- se atrincheraron en la Ciudad Universitaria.

La guerra dejó entonces de ser una guerra de columnas rápidas, que avanzaban sin apenas consolidar sus bases y asegurar su retaguardia, a ser la guerra de grandes Ejércitos y de grandes maniobras. Mientras los llamados republicanos -o sea, los rojazos de pistolón en retaguardia y carreras en pelo en el frente- se dedicaban a cazar fascistas lejos de la lucha, los nacionales previeron que el avance alegre y casi despreocupado de los primeros meses -tampoco el enemigo daba mayores quebraderos de cabeza- se estaba terminando. Urgía organizar, abandonar la improvisación inicial, y para eso era fundamental un mando claro.
Y el elegido -por sus iguales- para la jefatura fue el General Francisco Franco. El último que se había sumado a la sublevación; el que intentó por todos los medios hacer entrar en razón a un Gobierno republicano que se proclamaba beligerante contra media España; el que trató de que los políticos republicanos gobernaran para todos, no sólo para ellos mismos. Pero también el más capacitado para ejercer el Mando único.

Ahora es muy fácil decir que Franco era un mal militar, que no sabía mandar, que era un militarote inculto. Lo dicen unos individuos que, en su cortedad intelectual, no piensan en qué lugar quedan, entonces, los que no pararon de correr ante las tropas que Franco mandaba. Lo dicen unos necios que, en su incultura, ignoran la profunda preparación profesional de Franco en los mejores centros europeos. Lo dicen unos soldaditos de salón, que seguramente no han tocado un chopo desde que dejaron la Academia, y a los que causaría espanto una salva de artillería.

Lo dicen, sobre todo, los hideputas, y véase el comentario de ayer de mi camarada Eloy.

Hideputas (1) que se proponen ganar la guerra que perdieron sus abuelos por gilipollas, por canallas y por criminales, dedicados más al robo que a la lucha; más al asesinato en retaguardia que al combate de frente; más al destripamiento del que -en su propio bando- tenía diferente militancia, que a pegar tiros en el campo.

Hideputas (1) que han institucionalizado el Ministerio de la Verdad -léase 1984 de George Orwell-, si bien con la rebaja nominal de simple y puñetera Comisión.

Hideputas y canallas que conseguirán imponer, por Ley, sus tópicos, eliminando el derecho a la libertad de expresión que recoge la Constitución -ahí en mi cabecera tienen el texto-, y lograrán que uno pueda acabar en la cárcel si dice que con Franco vivíamos mejor. Queda la duda de si la frase de don Alfonso Guerra -contra Franco vivíamos mejor- podrá citarse.

Porque para estos hideputas, canallas y perdularios, la verdad la dictará una comisión de políticos, elegida por los políticos. Nada podrá decirse que no esté debidamente aprobado por el comisario político; nada podrá escribirse, publicarse, que no se ajuste a la visión sectaria de los cobardes que han esperado a que Franco lleve muerto cuarenta años para gritar como mujerzuelas -o como hombrezuelos- lo que no tuvieron cojones de decir cuando había quien conocía la verdad de primera mano y podía darles el ejemplo de su propia vida.
Han esperado cuarenta y tres años; más de los que Franco estuvo en el poder sin ninguna oposición seria, y sólo la testimonial y bien consentida de tres monárquicos anquilosados y cuatro rojazos con los que nadie se metía, y que vivían mejor de lo que nunca soñaron en su paraíso soviético; han esperado cuarenta y tres años -si bien con la anticipación del señor Zapatero- para atreverse a insinuar que van a exhumar los restos de Franco de su sepultura. De la sepultura donde decidió que fuera enterrado Juan Carlos I.

Y lo acabarán haciendo, por supuesto. Acabarán exhumando los restos de Francisco Franco. De José Antonio Primo de Rivera, que no tuvo en la guerra ninguna participación porque el Gobierno sectario de la República lo había encarcelado meses antes del Alzamiento, y que fue fusilado tras un proceso ilegal. Exhumarán los restos de aquellos que fueron inhumados con el consentimiento de sus deudos y ahora reclaman a ver si consiguen trincar pasta con el cadáver del abuelo o bisabuelo.

Lo acabarán haciendo, porque esta canalla no es capaz de crear nada, de solucionar nada, de mejorar las condiciones de vida de nadie mas que de sí mismos y sus paniaguados. Porque esta canalla vive del rencor, de la envidia, de la miseria moral del salteador de tumbas; porque está encastillada en mantener viva una guerra que terminó hace casi ochenta años; porque, como queda dicho, siguen viviendo cojonudamente contra Franco.

Lo acabarán haciendo, y probablemente no habrá quien lo impida, porque los que aún tenemos vergüenza estamos desunidos, desorganizados, algunos incluso engañados por chalanes que se hacen pasar por algo diferente a lo que realmente son -vulgares lacayos del sistema corrupto-, y algunos otros tan hartos y aburridos que no creemos ya en palabras y únicamente creeremos en acciones.

Lo acabarán haciendo; exhumarán los restos de Franco y José Antonio, y profanarán las tumbas, y volarán la Cruz -la cabra tira al monte, y sus padres aún más-, y todo ello ya está vaticinado en el magistral V Centenario de mi camarada Rafael García Serrano.

Y, ¿saben qué, señores canallas, señores hideputas, señores cabestros y gilipollas? Que también está escrito el final de todo ello.

Dios lo quiera, y me permita verlo y aún tomar parte. Amén.

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(1) Hideputas, señor fiscal, es término abundante en el cervantino Quijote. Además, siempre conviene declarar que no es lo mismo ser un hideputa, que es condición particular de cada individuo (o individua, o individue), que ser el hijo de una puta, lo cual afectaría a la madre del interfecto. Quede, pués, aclarado, que no pongo en tela de juicio la moralidad y las costumbres de las progenitoras B (ó A, ó Z) de los susodichos.




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