Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 30 de diciembre de 2014

SOBRE LA INOCENTADA DE "EL PAÍS".


Inocentada porque -aunque con un día de retraso, que demuestra por donde caen estos trogloditas paisanos- el articulo titulado los nueve del balandro, no puede ser otra cosa sino una burda broma, que nadie con dos dedos de frente puede creer.

Con truculenta prosa, digna de mejor causa, el necio que escribe en El País relata que un grupo de vascos se fabricó su propio bote en 1950 para escapar a México y huir de la represión franquista.

Y a partir de ahí, se lanza a contar que nueve vascos fabricaron un balandro a escondidas. Tan a escondidas, que -lo dice el becario paisanillo- lo construyeron en el taller de embarcaciones Alsa, que -curiosamente- estaba al lado de un cuartel de la Guardia Civil. Y cuenta: "¿Es ese su balandro?" preguntaron dos agentes una noche. San Mamés, pálido, contestó que sí. "Allí han olvidado un saco". Avisaron y se fueron. Nadie sospechó nada hasta que meses después notaron su ausencia.

Nadie sospechó nada hasta que meses después notaron su ausencia. Acaso, porque en la España de los años 50 -y en la de los 40 y 60, si a ello vamos- nadie impedía a cualquiera viajar donde le viniese en gana. Aquella España no era como Cuba de don Fidel, de la que había que salir en balsas, o la URSS y países satélites, donde había que cruzar un campo minado, recorrer una tierra de nadie barrida por las democráticas ametralladoras, saltar una alambrada donde era fácil quedarse para siempre. No; en aquella España franquista, bastaba con hacerse el pasaporte -como en cualquier país moderno-, pedir el visado del país de destino -como en la mismísima UE, tan democrática, de ahora-, y pagar un pasaje de tren, de barco o, los que podían, de avión. Tan sencillo como eso.

Nadie tenía que construirse un barco para escapar, salvo -como en cualquier país de cualquier época- tener cuentas pendientes con la Justicia. Que no era el caso, puesto que los fugitivos tenían sus trabajos y sus domicilios, y de estar en busca y captura se les hubiera hallado fácilmente.

Nadie, pues, perseguía a estos presuntos fugitivos, a los que la Guardia Civil que tenían al lado les avisaba de que se habían dejado olvidado un saco al lado del barquito que se construyeron tan secretamente. Lo que pasa es que resulta más barato construirse un barco con las herramientas y los materiales de la empresa donde uno trabaja -y acaso incluso durante la jornada laboral-, que pagarse un pasaje para nueve más familiares.

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