En resumen, que de la Universidad salí sabiendo menos de lo que sabía cuando entré, aunque aprendí alguna cosilla útil, como que los compañeros del metal no se iban a solidarizar conmigo si me ponían un exámen de matemáticas a las tres de la tarde de un sábado del mes de junio -cosa que debería estar catalogada como crimen contra la humanidad, por lo menos-; o que si uno se empeñaba en asistir a clase, era posible que el profesor se aviniera a darla y los piqueteros se la envainasen.
Dicho todo esto -por centrar el tema y las épocas- lo cierto es que en aquellos años ni un sólo estudiante universitario habría cometido las faltas que señala el suelto periodístico que comenta Eloy. El Bachiller era suficientemente serio como para formar intelectualmente a unos niveles que hoy son desconocidos incluso en Universidad, y cualquiera que lo terminase razonablemente bien, salía preparado para ampliar estudios, para trabajar decorosamente, para formarse por su cuenta, o para desenvolverse dignamente en la vida y en la sociedad.
Incluso quienes, por múltiples razones, no podían acceder a ese Bachiller, acaso ni terminar la educación primaria, se desenvolvían en un ambiente familiar y social que les llevaba a superarse, que les permitía aprender -aunque fuese por su cuenta- y mejorar, hasta niveles que ya quisieran muchos universitarios de hoy.
Porque el hecho es que las faltas de ortografía, los deslices geográficos, las burradas conceptuales que señala el recorte, el nivel no es que sea universitario bajo; es que es de primaria.
Y si mal está que un ingeniero, un médico, un químico o incluso un abogado no sepan escribir decentemente su idioma, que lo hagan los encargados de enseñar es de juzgado de guardia. Porque lo mas grave, es que esos opositores -caso de aprobar- enseñarán a las futuras generaciones, expandiendo sus burradas en proporción geométrica, a veinte o treinta pobres criaturas al año.