Navidad que -pese a memos de solsticios de invierno y otras pequeñas hideputeces- sigue siendo la celebración del nacimiento de Dios.
Los memos astronómicos pueden meterse por donde les quepan -que les cabrán, por supuesto- las fiestas, y no digamos el solsticio. Y los hijoputas que felicitan el Ramadán a quienes se lo obliga su religión, pero eluden la palabra Navidad como si les quemara -que si, que les quema como el agua bendita al diablo- pueden irse dando por no felicitados, ni saludados, ni bien deseados.
Porque aquí, en estepaís -que antes era España- y en este diario -que es mi casa- sólo se desea felicidad, paz y -en lo que los rojos y los progres y los memócatas en general lo permitan- prosperidad, a los españoles que lo son y lo sienten y lo tienen a gala, y se desea feliz Navidad -o sea, Natividad del Señor- a los católicos.
A ser posible, tridentinos a machamartillo, lo cual -me temo-, excluye a la mayoría de los curas presuntamente católicos, a los los directivos eclesiásticos de relaciones públicas -Obispos por otro nombre- y a ese señor al que suelo llamar cura Paco para no faltarle a ningún inmerecido respeto.
Y que Dios -ese Dios que nace para quien lo quiera recibir- me perdone la falta de caridad. Pero -en mi modesto y creo que no equivocado modo de ver las cosas- no estamos en tiempos de tibieza, ni de permisividad, ni de tolerancia mansa y culpable, sino de -como Pedro- sacar a paseo la espada.