Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

viernes, 4 de septiembre de 2009

SOBRE LA CONSOLIDACION FUNERARIA.

Así me presenta mi camarada Arturo su nuevo artículo: Hay que impedir que nuestro patrimonio presidencial se pierda. Urge una ley de sucesión de enterraderos.
Una vez más, Arturo deleita enseñando, o enseña deleitando, cosa tan difícil que ya han renunciado a ella los presuntos zurcidores de cultura democrática y porcina. De modo que copio su ingenio:

A CONSOLIDARSE

El mundo antiguo, decadente, tenía, como todas las decadencias, un buen turismo. Había un buen mapa de carreteras, escrito, salpicado por albergues y oficinas de alquiler de caballos y de carruajes. El romano del Imperio no siempre iba vestido de centurión ni acuchillaba bárbaros sin descanso. Viajaba incluso en literas y consumía folletos primorosos. ¿Quiere andar sobre las aguas? Le esperamos en el Mar Muerto.
Se hace impensable que el romano, decidido a ir a la cuna del Imperio, se parara en Ostia y no llegara hasta la misma Roma: a ver el Capitolio y el Senado o el Obelisco de no sé quien, pero que está allí y tiran los platillos volantes en todas las películas. Pero como ahora lo divertido del viaje es comprar y pagar sobretasas, nos vamos a Nueva York y creemos que conocemos los Estados Unidos.
Lo razonable es ir a Washington, ciudad que fue diseñada, de una tacada, según planos masónicos, además de neoclásicos. Desde Washington es cosa de nada llegarse a Arlington y ver aquellos jardines de la muerte, bellos como los Campos Elíseos. Y comprobar que ya no se ponen cruces en las tumbas, quizá para no ofender al moro que tenga el capricho de ir a la sepultura del americano que se cepilló.
Pero lo magnífico es el lugar. Y, más, la previsión: el patriota condecorado tiene donde pasar la eternidad, bajo césped bien cuidado. Todo está previsto y eso indica más de dos siglos de planificación y de vida bien ordenada convertida ya en costumbre.
Al regresar es fácil comprender que en España tenemos una democracia poco consolidada. O sea, tenemos pocos negros. No disponemos de Capitolio, ni de obelisco grandioso, ni de Casa Blanca con cúpula, ni de la opresiva estatua de Lincoln, que, vayas donde vayas, te mira. Ni siquiera un maldito Pentágono.
Bien es cierto que nuestro Palacio de Oriente tiene estampa y que se le puede acoplar una cúpula por mucho menos de lo que devora una autonomía. Y, para tenerlo cerca, en la Plaza de España, bien se le puede dar un revoque a la Torre de Madrid, terminarla en punta y que haga las veces de Obelisco. Lo de Arlington se podria imitar ajardinando bien Paracuellos o, quizá, verdeando los campos del Valle de los Caídos, pero eso es un suponer amplio como espejismo.
No todo está mal. Sabemos, desde el nacimiento, donde enterrarán a Su Majestad el Rey. Y, como tenemos tradiciones, ni siquiera lo enterrarán sino que lo pondrán en el Pudridero, amparado por la elegancia lineal de El Escorial y por la compañía de sus mayores.
Pero con una democracia constitucional apenas desde hace 31 años, hay cosas poco estudiadas que desmerecen de nuestro empaque mundial. Al regreso de Estados Unidos se nota más el vacío. Porque, vamos a ver, ¿dónde enterrarán a Suárez que no se olviden sus servicios? ¿Bajo una cruz o a la sombra de un frontón equilátero con grandes altorrelieves como, por ejemplo, Suárez conduciendo de Segovia a Prado del Rey? O Suárez derribando el Estado sin que se le desconecten ni tuberías ni cables eléctricos mientras la techumbre, pese a todo, sigue amparándonos de la lluvia y de otros meteoros, como las lágrimas de cocodrilo.
¿Y dónde enterrarán a González cuando le suene la hora, como la hacía sonar Quevedo, que es que arrebataba la hora esa. ¿Al pie de la Giralda, que es cosa muy andalusí y muy llevadera con las ya presentes invasiones de neo-almohades y neo-almorávides? Con lápida más que cruz: “Morito, ve a España y cuenta que aquí abrimos la puerta suplicando tu perdón a cambio de gas natural.”
Pero sigue siendo una improvisación. No podemos sembrar, ni al boleo ni al tresbolillo, los cadáveres de nuestros presidentes. Hay que reunirlos en un lugar para que se puedan visitar sus tumbas y rezarles un poco, en todas las lenguas autónomas, en una jornada. Un sitio con restaurantes, una piscina, hoteles, cines… ¿Todo eso que dicen las lápidas es posible? Y el guía respondiendo: Como lo oye. Después de Aníbal, los más.
Hay que hacer leyes que prevean estos asuntos, eligiéndoles algún lugar histórico ya consagrado por la muerte, como Numancia, y dotarlo de autopista, AVE y Guardia de Honor que no deje, por ejemplo, entrar banderas anticuadas porque, a ver quién sabe hoy qué bandera usaban los heroicos numantinos cuando su disputa con el republicano Escipión.
No conviene, por la imagen pública, permitir que nuestros presidentes se nos esturreen en muerte. Suárez, quizá, en Ávila; González, pasado Despeñaperros. Aznar… coño, Aznar. No es tan fácil porque al ser del Rompeolas de las Españas, habría que buscar un buen estanque y el Retiro señala demasiado hacia el final de su carrera administrativa. Pero lo de Aznar es urgente porque si muere durante un gobierno socialista seguro que se las apañan para enterrarle en Las Azores. Inolvidables islas.
Lo mismo que si, cuando el óbito de Zapatero, gobierna el PP, nadie le va a librar de una dedicatoria tipo “Al Presidente Rodríguez,” que nadie será capaz de indentificar con el Presidente Zapatero gracias, precisamente, a las leyes de educación y sálvese quién pueda que se imaginó.
Y es previsible, además, para herir la sensibilidad socialista, que le incluyan una corona de piedra, bien grande, con el cintajo de mármol proclamando “Los banqueros, agradecidos.” Y, en más pequeño “y los moros también, pero no tanto.”
Hasta que no sepamos los españoles donde van a reposar nuestros Primates no se habrá consolidado esta democracia que nos metieron a nosotros mismos. No sólo por poner orden legal en la muerte sino por protegerles eternamente de las iras que yendo y viniendo, acabarán profanando las tumbas egregias. Es la tradición.

Arturo ROBSY

Nota: Véase “primate” en el diccionario. No sólo es “simio o lemur” como se creen muchos primates. Justo la primera acepción.

* * * * * * * *

Por comentar, Arturo, te señalaría que nuestro Pentágono podría estar en La Granja, no sólo por la asonada decimonónica o la referencia orwelliana, sino por la constatación de que los huevos son producto doméstico y domesticado, de consumo pautado y calibre preseleccionado y etiquetado.
Y también que aquí, en Madrid, ya vamos a tener un Obelisco en las debidas condiciones: justo en la Plaza de Castilla, frente al chiringuito judicial, donde estuvo la estatua de Calvo Sotelo, que a saber qué les habrá hecho para merecer el desalojo, salvo aquello de dejarse sentenciar por los comunistas y matar por los socialistas.
No me parece, en cambio, tan seguro lo del futuro enterramiento de Su Majestad. Y no lo digo porque confíe en que no acabe sus días en el cargo -según tan democrática y republicanamente le expuso en audiencia el sucesor de Carrillo-, ni porque espere -un suponer- que en una de sus travesías pierda pié y Bribón y desaparezca reclamado por las sirenas; sino porque he leído en algún sitio de esos tan dinásticos, que ya no queda sitio en El Escorial para más reales fenecidos.
Por lo demás, propondría como lugar de egregios enterramientos presidenciales la Casa de Campo madrileña. Ya se que es volver al centralismo opresor y tal, pero considero que determinadas zonas de la antigua finca real se verían muy realzadas y bien que lo necesitan.
Cuentan los periódicos que actualmente se dividen el egregio lugar entre prostitutas subsaharianas, latinoamericanas -mejor no decir hispanas para este menester-, eslavas... Y de otra parte, los efebos de diverso origen y condición, que igualmente hacen sus pinitos, trabajos y faenas. En fin, una multiculturalidad y una multisexualidad bien organizada.
¿No sería justo facilitarles la dura jornada, colocándoles una hermosa escalinata que diera acceso a la descriptiva escultura del chuletón de Avila? ¿Un florido paseo, estucado de bonsais, para Isidoro? ¿Una vasta -y basta- lápida de agradecimiento firmada por el movimiento nacional de liberación vasco, o como coño quiera que calificase Aznar a los etarras cuando se dió el pico con ellos? ¿Un gigantesco anuncio hollywoodiano con la cita NO HAY CRISIS, coronando un monumento al abuelo desconocido, para Rodríguez?
Todos ellos darían oportuno cobijo y mejores condiciones copulativas a los pernoctantes laborales de la citada Casa de Campo, regalo real al pueblo de Madrid, ahora traspasado a la alianza de fornicaciones.
Así, convertidas en herramientas de trabajo, puede que escapasen de la profanación los enterramientos de los augustos próceres.

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