Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

jueves, 25 de junio de 2015

SOBRE EL MACACO MADURO.


Que casi, más que Maduro, es ya zocato de puro pocho. Me refiero, evidentemente, al gilipollas llamado Nicolás y apellidado Maduro, sumo bonobo de la querida Venezuela, y especialista en mirarle los pajaritos al difunto Chávez.

Este imbécil -mire el diccionario, señor fiscal- exige ahora, según La Gaceta, una compensación por los años de esclavitud que sufrieron cuando eran colonias.

Se comprende que, en su patente limitación intelectual, don Nicolás no sepa que los indígenas de la América Española jamás fueron esclavos, y que estuvieron protegidos por las Leyes de Indias. Que, por supuesto, no siempre se cumplieron, como cualquier otra Ley en cualquier época; pero que existían, y que prohibían el trabajo obligado para los indios, y que se les forzara a la conversión al catolicismo, entre otras muchas cosas.

Don Nicolás tendría que hacer poco más que mirarse al espejo para comprobar que los indígenas que España -en su nada docta opinión- esclavizó, sobrevivieron en buenas condiciones, mejoraron su nivel de vida satisfactoriamente, y se reprodujeron sin cortapisa. Al final, cuando los criollos -que no los indígenas- decidieron convertirse en los amos de sus cortijos, engendraron algunos seres despreciables, tarados, bobos grandilocuentes e insulsos, que se convirtieron en dictadorzuelos de opereta. Eso si, muy bolivarianos, como si eso fuese decir algo. Y tan socialistas como para conseguir que en sus paraísos no haya siquiera papel higiénico, y cuando lo hay, cueste más de lo que supondría -véase La Gaceta- adecentarse la popa con papel moneda. Vamos, señor Maduro: que los habitantes de un país tan rico como Venezuela, han llegado al extremo de limpiarse el culo con sus billetes, y no por desafección al régimen bolivariano, sino por pura economía.

Llegados a este extremo, parece innecesario comentar más; pero a uno, en el fondo, le gusta seguirle el juego a esta clase de tontos, porque dan mucho de si y divierten una jartá.

Por tanto, podríamos decirle al señor Maduro que cuantificase -a precio actual de mercado- el importe de las riquezas que -no en su opinión incualificada, sino en la demostración documental- España tomó de Venezuela. Y luego, que cuantifique -también en valor actual- el coste de los edificios, caminos, carreteras, puentes, que todavía gozan ustedes, o que abrieron el camino a construcciones posteriores. Que cuantificase el coste de las Universidades -edificios y docentes, y número de alumnos correspondientes a tres siglos-; y lo mismo en cuanto a las las escuelas donde los niños aprendían a hablar un idioma universal -sin que nadie les quitara el suyo, que aún hablan- y a escribir. De los colegios que en la Península recibían a los hijos de los criollos -o sea, de los ya nacidos en América- que miraban por encima del hombro a los demás y no querían mezclarse con los indígenas, y que a fin de cuentas fueron los snobs que acabarían repudiando a España para hacerse los amos.

Que tradujese al patrón oro -o al patrón dolar, que a fin de cuentas es lo que quiere Maduro- el coste de la introducción de la agricultura y la ganadería modernas; de la artesanía y la industria. Cosas todas ellas que quizá los actuales habitantes de Venezuela no recuerden, porque usted y los pajaritos de Chávez lo han hundido todo y ya no tienen ni qué comer, pero que los más viejos del lugar -si usted no los ha matado de hambre o de asco-, sin duda recordarán.

Y, ya que a ello estamos, que traduzca a moneda de curso legal el coste de la preparación militar de Simón Bolívar, su alabado -por más que desconocido- Libertador, del que toman el nombre pero no la vergüenza.

Y después de hacer cuentas, vaya ingresándonos la diferencia.

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