Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

miércoles, 8 de junio de 2016

SOBRE MÁS DE LO MISMO.


Más de lo mismo, que gira en torno a lo de los catalanistas catetos, cagurrines e hideputas del otro día; pero, en esta ocasión, visto desde el lado contrario.

El lado contrario es el asombro pazguato, el ridículo escándalo que muestran los comentaristas, tertulianos y paniaguados de las ondas. Asombro de que cosas así -que una recua de separatistas agredan a dos mujeres- puedan acontecer. Escándalo hacia ese hasta qué punto hemos llegado, que parece coartada de marido cornudo que consiente, y trata de salvar la jeta con aparatosos aspavientos.

Porque todos sabemos -todos los que no metemos la cabeza bajo la mordida- que cosas así no ocurren ahora, sino que llevan sucediendo muchos años. Por lo menos treinta, y ya he contado cómo a mis camaradas de Juntas Españolas, que habían ido -allá por el 92, supongo- a recibir la llama olímpica con sus banderas de España, la policía les hizo ocultarlas y les obligó a marcharse ante el griterío de los rojoseparatistas -antecedentes de la CUP, por ejemplo- y de los separatistas burgueses que ya vislumbraban el tres por ciento. Mis camaradas hubieran hecho frente a la fuerza bruta -que es la única que tienen los rojos, los separatistas y los canallas-; pero como a la fuerza bruta la protegía la fuerza pública, y el sistema judicial, y los partidos políticos -todos los del parlamento, todos-, y la prensa, y la radio, y la televisión, y las putas y sus hijos, no tuvieron más remedio que plegarse a la fuerza bruta de la fuerza pública. Ya se que parece un lío, pero si se fijan lo verán claro.

Porque el caso -lo que hay que ver- es que los separatistas, los rojos, los antisistema -o sea, los anarquistas y los vagos- están protegidos por el sistema político. Por los mismos que ahora condenan, se escandalizan y se asombran, aunque son ellos los que lo han hecho posible.

Lo han hecho posible todos los gobiernos padecidos en España, desde el -Alfonso Guerra dixit- tahúr Suárez, pasando por el X González, por el consentidor Aznar, por el psicópata Zapatero y por el tancredo Rajoy. Todos ellos han consentido, han mirado a otra parte, han pasado por las horcas caudinas del chantaje separatista a cambio de los votos para ocupar la Moncloa, y han callado como putas -si, eso: como putas- ante los continuos ataques a España, a los españoles, a la Historia y a la verdad.

Y ahora tienen la desvergüenza de escandalizarse. La cara dura -jeta de granito- de asombrarse. La hipocresía de gimotear ante un caso -especialmente llamativo, eso si, por su vileza- que es el pan de cada día de cuantos conservan la razón y la vergüenza en esa pobre y desgraciada Cataluña sojuzgada por la gentuza de peor calaña. 

Y cuando pasen tres días, una semana, volverán a la complicidad silenciosa. Y todos -políticos, periodistas, bienpensantes y bienpiensantes, cabrones con pintas e hideputas sin pedigrí- volverán a callar ante el sufrimiento, las injusticias, las amenazas y las extorsiones que sufre a diario la mayoría de los habitantes de Cataluña. Esa amplísima mayoría que no votó separatismo en sus últimas elecciones regionales, pero que es ocultada y privada de voz por los que se llaman a sí mismos -ejemplar engreimiento, manifiesta soberbia- formadores de opinión.

Y no habrá quien, la próxima vez que se rasguen sus vestiduras de hipocresía, les tire un canto a la cabeza.

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