Comenta mi camarada Eloy, en su Trinchera, las palabras del señor Monti -baranda italiano designado Presidente de su Gobierno sin participación popular- acerca de la monotonía de tener un trabajo fijo para toda la vida.
Dice Eloy -mejor véanlo completo en su sitio- que el señor Monti -y los muchísimos montis del ancho mundo- es un cabrón, cosa indiscutible, y que esta gentuza ha conseguido "el milagro laico de venderse a la Banca, al tiempo que la compraban, formando un binomio implacable en lo más alto del Poder".
Por supuesto, acierta mi camarada Eloy. De lo que se trata, es de conseguir personas -vaya, más o menos- que no tengan raíces, ni historia, ni ninguna de esas dulces ataduras que conforman una vida realmente humana. No convienen los artesanos enamorados de su oficio; no convienen los profesores que gocen enseñando; no convienen los trabajadores que sientan el orgullo de pertenecer a un proyecto, ni los directivos que se enorgullezcan de las obras de su empresa.
Lo que hace falta es el trabajador polivalente, que a nada se aferra, que no siente el orgullo de la obra bien hecha, que se considera -bien adiestrado por la prensa, las patronales, los sindicatos, la banca- simple mercancía; tornillo que vale para cualquier máquina, esclavo que se vende por horas cada día en un sitio.
Si a esto le añadimos la falta absoluta de compromiso personal -ni familia, ni hogar, ni hijos, ni padres- habrán conseguido la pieza perfecta de la cadena de montaje: la pieza que se usa y se tira, el robot cuya adquisición es barata y del que se pueden deshacer fácilmente, porque ni siquiera hay que venderlo: se le echa al paro y allá le vayan dando.