Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 18 de enero de 2011

SOBRE LA REDUCCIÓN AUTONÓMICA.

Que parece que es una idea que comienza a abrirse paso entre tantas neuronas obtusas como pululan en el limbo de la papanatocracia reinante.
Ya no es sólo el señor Aznar quien lo dice, o el PP quien lo esboza. Hasta el catalanista señor Durán y Lleida parece inclinarse por un régimen de adelgazamiento, acaso porque ve venir la miseria futura incluso para ellos, los señores feudales de aldea, masía, caserío, cortijo o pazo.
A este propósito hace un jugoso comentario -como todos los suyos- mi amigo Apañó en su La España que hace daño, cuya lectura recomiendo.
Por mi parte, sabido es que el ideal a conseguir no es el de multiplicar las trabas administrativas por diecisiete gobiernillos, sino lograr la descentralización de trámites -cosa hoy en día sumamente sencilla con los procedimientos telemáticos- sin multiplicar ni el gasto ni la descuartización nacional.
Quiero decir con esto que por mi parte mandaría todo el tinglado autonómico a freír espárragos, sin mayor consideración a idioteces paleolíticas y tergiversaciones cazurras, porque toda nación que aspire a contar en el mundo necesita un Estado fuerte, respetado y respetable. "Sólo es de veras libre quien forma parte de una nación fuerte y libre", se lee en el 7º punto de la Norma Programática de la Falange.
Esto -lo explicaré por si algún despistado cae por aquí desde el limbo de la partitocracia liberticida- no significa centralismo; no significa uniformización, no significa sojuzgamiento ni imposición de uno sobre otros. Significa armonización entre los iguales, colaboración, respeto, ayuda mutua; significa, en definitiva, igualdad ante la Ley, y una Ley justa para todos, sin discriminaciones -ni positivas ni negativas-, y con una fraternidad que no acabe en la guillotina. Hablando más claro: significa mandar al desván de la Historia el Estado centralista de orígen francés y borbónico, motivo de todos los agravios tricentenarios que abanderan cuatro sinvergüenzas y unos cientos de miles de ceporros incultos.
Pero -mientras no sea posible lo que hacen todos los pueblos cuando un traje constitucional se les ha roto, se les ha quedado pequeño, o grande, o viejo y raído; esto es, cambiarlo por los medios adecuados a la situación- formularé mi propuesta sobre la reducción autonómica.
Propuesta que en nada se parecerá a la que le gustaría al señor Durán y Lleida, que acaso en el repudio popular -cerca de un 50% ya- ve ocasión de pescar en río revuelto, y -puestos a reducir los diecisiete chiringuitos a menos- hacerse con Valencia y Baleares de derecho, aunque ya lo sea de hecho en sectores valencianos y en las Islas. Y aunque de momento no tengo noticia de que los imperialistas baskos -que no vascos- se hayan apuntado a este bombardeo, seguramente no le harían ascos a cumplir sus viejos sueños de apoderarse de Navarra, Rioja y Cantabria.
Sin embargo, mi propuesta va más allá y -obligado en un enamorado de la Historia- se concentraría en dos autonomías: Castilla y Aragón.
Cada una de ellas, con un Consejo formado por diez o doce personas, elegidas por sufragio directo y listas abiertas para seis años, a efectos de contrapesar las elecciones generales cuatrienales y cerradas. Y con las competencias puramente administrativas de aplicar las leyes del Estado español, supervisar la administración local y proponer a las Cortes Generales lo que considerasen conveniente.
Todo ello, obviamente, con vistas a la inminente unificación en un futuro inmediato y, más que nada, por ver la jeta que se les quedaba a los catalanistas, a los batúos y a los gilipollas.

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