Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 24 de abril de 2012

SOBRE EL ETERNO RETORNO.

Llamado a veces mito, pero muy racionalmente explicado por historiadores como Toynbee y -especialmente- Spengler, el gran filósofo de la Historia condenado al ostracismo por lo políticamente correcto.

Viene a decir la teoría que las civilizaciones tienen un desarrollo parecido al de los seres vivos; que nacen, crecen, a veces se reproducen -como España- y mueren. También viene a significar que la Historia se repite, pues estos procesos son razonablemente similares en todas ellas. Mi camarada Arturo Robsy va un paso más allá, y piensa que si la Historia se repite es porque siempre acaban por aparecer los mismos tontos, los mismos sinvergüenzas, los mismos malandrines.

Y esto, en España, lo vemos cada día más claro. Llevo tiempo pensando -y a veces diciendo- que nos acercamos peligrosamente al punto de ruptura de los años treinta del pasado siglo. Los años del zapaterismo han supuesto un incremento salvaje del revanchismo y del odio, de la ideologización de la sociedad y de la fractura casi irremediable -o irremediable del todo- entre españoles. Podría esto muy bien corresponderse con el primer bienio republicano, que gobernó contra el ya fallecido General Primo de Rivera más que como fuerza creadora de ilusiones nuevas. Aquél primer bienio azañista -otra similitud: es un personaje torvo y resentido el que da su imagen y su nombre a la época- fue una revancha contra algo que ya no existía. El septenio zapaterista lo fue, igualmente, contra un pasado ya inexistente. Y, a falta de ideas y de fuerza creadora, tuvo que revivir artificialmente situaciones ya superadas para reavivar odios.

Estamos ahora -sigamos el ejemplo- en el bienio cedista. En la etapa en que una derecha cobarde se muestra incapaz de enderezar el rumbo de la política, y se centra en recetas económicas antisociales y puramente capitalistas. Cobarde e incapaz, porque el comienzo de la solución a los problemas españoles estriba -así lo reconoce ya la mayoría de los que no viven del cuento- en la desaparición de las autonomías, al menos tal y como están concebidas en la actualidad, lo cual no significa la centralización administrativa ni mucho menos. Estriba -así lo demandan todos los que no pertenecen a la casta síndicopartidista- en la retirada de subvenciones a partidos y sindicatos. Estriba en la racionalización del gasto público, y en este sentido si se van viendo algunas iniciativas útiles, aunque tímidas, como la lucha contra el turismo sanitario o la supresión de becas a los malos estudiantes, que habían venido prostituyendo el sentido de su concesión para convertirse en sopa boba al vago.

Y ahora -ayer mismo lo escenificaba doña Elena Valenciano- el PSOE que ha perdido las elecciones llama a la movilización callejera, retornando a su reciente pasado pancartero, pero con connotaciones verbales cercanas al revolucionarismo callejero decimonónico. O, por continuar con la similitud segundorepublicana, exaltando las pretendidas masas para detener al Gobierno del PP, como ya hiciera el PSOE en el Octubre del 34.

Esta confesión de parte del socialismo frustrado en las democráticas urnas viene a confirmar lo ya entrevisto en diversas y -de momento- dispersas algaradas, como la de los estudiantes valencianos, primero manifestantes por la ausencia de calefacción en un centro donde jamás faltó, y posteriormente luchadores de izquierdas contra la derecha, según confesión de los mascarones de proa del sarao. Queda por ver si las pretendidas masas están dispuestas a ser carne de cañón del socialismo corrupto y revanchista, en cuyo caso nos terminaremos de aproximar peligrosamente a 1936.

Con la salvedad de que en la actualidad la situación no es semejante en muchos aspectos, por lo cual seguramente el futuro de España no sería tanto el de aquél año 36, sino el de la extinta Yugoslavia: un panorama de todos contra todos que no quisiera llegar a ver pero que, si me lo imponen -y sirva de aviso- estoy presto a aceptar y, en lo que pueda, aprovechar.

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