Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

domingo, 26 de diciembre de 2010

SOBRE UNA MAYORÍA ABSOLUTÍSIMA.

Aprovechando la Navidad, esa cosa cavernícola, enmohecida, pútrida, que se denomina Público y lo es -más bien callejero y peripatético- decía a todo trapo de titulares que uno de cada cinco españoles es ateo o no creyente.
Esa es la forma de los rojos de dar noticias, y esa es la forma en que sus serviles lectores ven la realidad. Allá hablaremos cuando el patrón de Público, el casi difunto Zapatero -que se lo sacó de la manga para que le hiciera propaganda pues el antaño Boletín Oficioso de El País no le lamía las botas a su gusto-, se vaya a donde corresponde.
Afortunadamente, salvo esos pobres necios que no saben sumar y restar y se ufanan de su pública ignorancia, todavía es fácil para la mayoría deducir que si uno de cada cinco no es católico, cuatro de cada cinco sí lo son.
Cuatro de cada cinco supone un 80%. Cierto que, entre esos cuatro quintos, habrá muchísimos que sean católicos de boquilla; de los que se dicen católicos pero ven bien el divorcio, y el aborto; que la Iglesia se quede en casita y no diga nada sobre la realidad, y que la religión es para guardarla en el desván. O sea, católicos vergonzantes y de vergüenza ajena, acongojados y acojonados.
Pero si somos tan amigos de las estadísticas, de los sondeos, de las prospecciones, de toda esa porquería con que los partidos se arrogan la representatividad que no tienen mas que por el rehazo al contrario- porque en España no se vota lo que uno quiere, sino contra lo que uno aborrece-, habremos de convenir que la encuesta de Público demuestra que los católicos somos mayoría.
Imagínense un partido que en las próximas elecciones obtuviera el 80% de los sufragios, a ver si no sería una mayoría absolutísima, que barrería cualquier atisbo de oposición parlamentaria. Pues eso, peripatéticos.

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