A propósito del artículo que publica hoy mi camarada Eloy en su Trinchera -véanlo pulsando en este enlace- he recordado un artículo que escribimos al alimón hace ya muchos años, y que El Alcázar tuvo la bondad de publicarnos. Pueden leerlo en su formato original si pulsan sobre la imagen para agrandarla, incluso leerlo en una anterior publicación que hice en este mismo diario.
Se titulaba el otro separatismo, y aquí se lo transcribo. Se que a los de derechas de toda la vida les parecerá raro; que a los de izquierdas desde que nacieron les parecerá increíble; que a los apolíticos les parecerá incomprensible, y que a los ignorantes -condición compatible con las anteriores- les sonará a chino y no se enterarán de nada.
Pero es que los falangistas somos así.
EL OTRO SEPARATISMO.
EL ALCÁZAR
7 julio 1983
Estamos llegando al punto culminante de una situación de extrema gravedad. Es frecuente, cotidiano, normal en cualquier charla diaria oír decir. «¡Que ellos se las apañen como puedan!» cuando se hace referencia a algunos problemas surgidos en tierras vascongadas y catalanas, e incluso en otras regiones no tan marcadas por el separatismo. «Si no quieren ser españoles, que se las arreglen solos.»
Es tan grave la situación, que hasta en las personas más obstinadamente contrarias al separatismo va ganando importancia una actitud que, aun manifestándose como reacción, no hay más remedio que calificar de separatista, aunque sea un separatismo visto desde el extremo contrario.
Si el independentismo de unas regiones determinadas exalta el amor desmedido a un ente artificial, basado tal vez en prehistóricas suposiciones, los que queremos una Patria unida no podemos caer en la falta de amor —cuando no en el odio— a unas tierras que son parte irrenunciable de España, y que necesitan ahora más que nunca de todo el cariño, toda la solidaridad y—también—toda la firmeza de los españoles de todas las provincias.
La gravedad de lo que sucede se pone de relieve porque en esa actitud caen la mayoría de los españoles. Incluso caemos los que hemos aprendido, en el magisterio de palabras bien altas y nobles, que España es una unidad de destino en lo universal; que juntos nos salvaremos todos, o que juntos hemos todos de perecer. También a los que por pensamiento, por ideología y por estilo estamos más lejos del menor atisbo separatista, nos vence la tentación de dejar caer ese «¡allá ellos!» en alguna ocasión. Y es necesario que al primer pensamiento incontrolado se imponga la frialdad de la razón para que comprendamos el error de la primera impresión; para que comprendamos que aquellas tierras y aquellas gentes —por encima de las actitudes del momento y de la propia voluntad de determinado número de individuos— son irrenunciablemente España.
Sin embargo, no puede ser más alarmante el síntoma. Porque si los que pensamos que España es irrevocable y que todo separatismo es un crimen, hemos de recurrir a toda la fuerza de la razón para sobreponernos al primer deseo de dejar a su suerte, en la desgracia o la dificultad, a los españoles que no quieren serlo; si hemos de recurrir a todo el bagaje doctrinal de que disponemos, ¿qué ocurrirá con aquellos que no disponen del recurso a un estilo que les haga comprender su error? ¿Qué sucederá con aquellos a quienes la razón y el estilo no obliguen a rechazar esa primera impresión de indiferencia —cuando no de una cierta alegría— en torno a las circunstancias que atraviese alguna región española?
Pues sucederá que dentro de diez, veinte años quizá, la propia existencia de España será imposible, porque en el alma de los habitantes de una región se habrá instalado la indiferencia o el odio con respecto a los de otra. Esto y no otra cosa es el primer logro del tan jaleado Estado de las Autonomías, que todos los políticos —desde un extremo al otro— aceptan y promueven.
El deber ineludible de todos los que nos consideramos españoles por encima de todo lo humano, es impedir con nuestro ejemplo —sacrificando con todo rigor los sentimientos espontáneos y erróneos— que tomen carta de naturaleza la indiferencia y el odio, dejando bien claro —en cualquier situación que lo requiera— que para nosotros todas las tierras de España son igualmente queridas y respetadas. Aunque esas regiones no quieran, aparentemente, ser españolas.
Hay que recordar que España es una unidad de destino en lo universal. Y hay que ser, ahora más que nunca, inasequibles; no sólo al desaliento, sino al ambiente disgregador generalizado que nos rodea e invade, y que es el peor enemigo —por solapado y encubierto— de esa unidad.
Rafael C. ESTREMERA / Eloy R. MIRAYO.
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