Si, lo sé; canallas hay muchos, a montones. Das una patada en
el suelo y te salen veinte y en España, últimamente, antes de acabar de poner el
pie en el suelo te han salido tres docenas. Pero sabiendo ustedes -como sin duda
no ignoran- que en el día de ayer estiró la pata el cómplice e instigador de
miles de asesinatos Javier Arzallus, no creo que les quepa duda de a qué canalla
me refiero.
Ya se que no debe uno alegrarse de
estas cosas. Realmente, bien triste resultaría alegrarse de que un hijo de puta
estire la pata por sus propios medios; pero teniendo en cuenta que ni leyes -que
existen pero no se cumplen-, ni jueces -que existen, o por lo menos cobran, pero
no se atreven-, ni policía -que existe, pero no les dejan-, han sido capaces de
dar buena cuenta de tal pájaro, tampoco es tan malo que la madre naturaleza
corrija su error y quite de en medio esa inmundicia.
Diré, por tanto, que no he brindado con nada -ni siquiera con
agua-, entre otras cosas porque después de enterarme por la radio, y luego por
las referencias del blog hermano Desde mi trinchera que escribe mi camarada
Eloy, no volví a acordarme del rebotado Arzallus hasta que hoy me lo ha traído
el periódico, pero que es lo más cerca que he estado de pensar que era un buen
día.
Por lo tanto, no voy a ejercer de
hipócrita -como si fuera un Arzallus cualquiera- diciendo que lo he sentido;
pero también es cierto que no me ha producido ninguna alegría. Hay cosas más
importantes en la vida que molestarse en sentir algo por un ser tan
despreciable, tan cabrón, tan inicuo.
Hace
tiempo que dejé de considerar al enemigo como alguien con quien en el futuro
habría que convivir y al que, por tanto, no podía odiar. Hace tiempo que empecé
a odiar y -a falta de amar- no resulta desagradable. De alguna forma hay que
corresponder a tanto hijoputa, a tanto cabrón, a tanto gilipollas, a tanto
necio.
Pero el canallesco difunto de mi
comentario no tiene -no tuvo nunca- la suficiente categoría humana para merecer
el odio. Simplemente, el asco.
Lo único de lo
que si quiero dejar constancia, es de que si -como decía mi camarada Eloy- Dios
es infinitamente bueno, habría que pedirle que también fuera justo.
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