Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 11 de julio de 2017

SOBRE LOS 20 AÑOS DEL ASESINATO.

El asesinato de Miguel Ángel Blanco, del que muchos medios de comunicación andan haciéndose lenguas en estos días, con entrevistas, cortes de audios de la época y elucubraciones varias sobre el efecto que tuvo en -dicen- el fin de ETA.

Aquél asesinato marcó, obviamente, un hito. Los periodistas y tetulianos afirman que de aquél hecho partió la derrota de ETA, como si ETA hubiera sido derrotada.

El hito que marcó aquél asesinato fue el cambio de víctimas habituales. Hasta entonces, la mayoría habían sido militares, guardias civiles, policías, españoles normales de los que no vivían del cuento presupuestario. A partir de aquello, la mayoría de asesinados fueron políticos. Y ello conllevó que los políticos se tomaran más en serio una guerra que hasta el momento les había importado muy poco. Dejaron de sentirse seguros, y empezaron a apretar un poquito.

Luego vendría un tal señor Rodríguez que según los periodistas y los tertualianos y los tontos -condiciones no excluyentes- acabó con ETA; y según la realidad, le dio a ETA casi todo lo que quería, de forma que los asesinos no tuvieran que correr peligro. La prueba de lo que digo la tienen -si dudan- en el mismísimo Congreso de los Diputados, en gran número de los Ayuntamientos de las Provincias Vascongadas, en buena parte de Navarra -incluyendo el Ayuntamiento de Pamplona-, y en las reinserciones de presos con miles de años de condena por cumplir.

El asesinato de Miguel Ángel Blanco si marcó, ciertamente, una nueva forma de hacer las cosas. Sencillamente porque vieron que el pueblo español estaba, sí, dormido; pero que quizá aún pudiera despertar. El acojone de criminales separatistas en las herriko tabernas fue de órdago, y la Policía tuvo que defender a los proetarras para que el pueblo no les diera la carrera del señorito y tal vez algo más, y los políticos -todos- temieron que si se abría el melón la cosa no se quedara ahí y acabara barriendo -tras darle a los etarras una ración de su misma medicina- toda la inmundicia de un sistema político cimentado con sangre.

Y la nueva forma de hacer las cosas fue, como es normal en este sistema corrupto, podrido, la de aguar la ira popular, embridar las aspiraciones y someter la reacción del pueblo a la tolerancia, no del victorioso, sino del cobarde.

A dos décadas vista pueden ahora inventarse lo que quieran. Pero la realidad -al menos la que yo vi entonces- es la que a continuación les copio de lo que publiqué en su día:


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Publicado en LA NACIÓN, Núms. 254-255
Extra septiembre de 1997
Sobre la frase

El pueblo español, a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco Garrido, ha protagonizado una de las más impresionantes manifestaciones de dolor y de ira. Y de impotencia.

Impotencia, porque al pueblo español lo han domesticado, adiestrado en la dialéctica de los lemas insulsos (lo que los políticos llaman slogans) y de los pareados ripiosos.

Así, una de las frases más celebradas, más repetidas en los resúmenes televisivos, más jaleadas como muestra de la determinación popular, más aplaudida y difundida, como queriendo que se grabe bien incluso en las molleras más duras, ha sido la de ETA, escucha, aquí tienes mi nuca.

Esta frase nació en la Puerta del Sol de Madrid. En el mismo escenario donde la Policía repartió estopa allá por el 79 a los que no gritábamos aquí tienes mi nuca sino contra ETA, metralletas, pareado igualmente ripioso, lo confieso, pero que demostraba un talante radicalmente distinto. Un talante que molestaba al Gobierno ucedarra, no sé si porque temía que el pueblo se hartase y tomara la determinación de hacerse la justicia que nadie le hacía —ni le ha hecho después— o porque les daba envidia no tener los arrestos del más anciano de aquellos manifestantes.

Me ha causado, debo decirlo, una enorme impresión ver a decenas —acaso cientos— de personas, generalmente jóvenes, ofreciendo su nuca, arrodillados y con las manos tras de la cabeza, en actitud de cordero presto al sacrificio.

No puede caer más bajo el orgullo, la dignidad, la gallardía de un pueblo, que se ofrece a morir de rodillas porque ni siquiera ha pensado en combatir de pie. Que ha perdido el instinto de supervivencia, o acaso eso otro que diferencia al toro bravo del cabestro.

El pueblo español se ha convertido, definitivamente, en una lengua sin manos.

Sobre la esterilidad

La de todas aquellas manifestaciones, concentraciones, lazos azules, pancartas, que llenaron las calles y plazas de España hace —cuando escribo, a mitad de agosto— un mes.

Protestaron entonces contra un asesinato, muchos cientos de miles —acaso millones— de personas que no habían protestado antes. Fue, qué duda cabe, un gesto emotivo. Pero condenado, por falta de continuación, a la esterilidad.

Todo muy bien los primeros días, claro. Pero, una vez consumida la emotividad y el riesgo de que el pueblo, harto y hastiado; peor aún, burlado una vez más, se tomara la justicia por su mano, han vuelto las cosas a sus orígenes. Ya tenemos de nuevo a los separatistas del PNV acusando al Gobierno —y a los partidos españolistas en general— por no tender la mano negociadora a los asesinos. Por no seguir manteniendo a cuerpo de rey, de vacaciones en el Caribe, a asesinos confesos.

Y tenemos a esos partidos llamados españolistas con los habituales paños calientes, con las discusiones bizantinas de si se acordó esto o lo otro, de si se interpreta lo de allá o lo de acullá.

Y tenemos al Gobierno de vacaciones, y en septiembre empezaremos a hablar.

Y tenemos —ahora sin la menor duda, si es que alguna quedaba— la más completa seguridad de que no cabe más salida que pasar a cuchillo a los que, pudiendo poner soluciones, permiten que todo siga igual.




Publicado en LA NACIÓN, Nº 256
Del 14 al 29 de octubre de 1997

Sobre las manos blancas

Esas que se ha puesto de moda pintar —incluso pintarse, a estilo payaso pero sin serlo— como símbolo de rechazo al terrorismo. Es un buen símbolo: dejar la conciencia plagada de suaves huellas, apenas leves manchas, de blancas banderas de rendición.

Manos blancas —ya lo dijo don Tadeo Calomarde— no ofenden. No desestabilicemos, pues. Manos blancas, leve huella de melosidad de gato castrado.

Manos blancas no ofenden.

Y eso es lo malo: que las manos están para ensuciárselas con el trabajo, no con la mascarada; para el apretón sincero o la bofetada limpia.

Manos blancas no ofenden.

Y ya va siendo hora de que las manos dejen de estar blancas, impolutas, recién lavadas como la conciencia, y empiecen a levantarse. Para defender y para ofender.

Amén.




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