Los cuarenta años que -según me recuerda la radio esta madrugada, cuando salgo a
trabajar- se cumplen de las "primeras elecciones democráticas de
estepaís".
De entrada, hacen bien en no tratar de colarnos
como democracia esa república segunda, vertedero de mierda y sangre, zahúrda de
chulos cobardes y tontos pusilánimes, en la que la izquierda siempre consideró
al Estado como su propiedad, y la derecha no supo qué hacer con su victoria
electoral. Y eso que, en este sentido, no hay mejor heredero que esta democracia
para aquél desbarajuste.
Tampoco colaría como democracia la república
primera, que genero tres guerras civiles simultáneas y episodios tan chuscos
como la declaración de guerra de Jumilla a Murcia, y las algaradas piratas de
Cartagena sobre la costa levantina. Y eso que, a este respecto, seguimos
idéntico camino, y ya nos las veremos igual cualquier día.
Menos aún
podría colar como democracia el curioso periodo de los dos borbones de nombre
Alfonso; esos que dieron contenido al verbo borbonear, tan profusamente
conjugado en estos últimos decenios.
Evidentemente, para los tontos
incapaces de salirse del tópico y el estereotipo, la única democracia es el
régimen donde los partidos políticos separan, dividen, enfrentan y confunden a
los pobres desgraciados que tienen sometidos, cuyo única participación es la
evacuación periódica de su cachito de soberanía nacional en los vespasianos de
metacrilato. O -en casos de extrema gilipollez separatista- de cartón.
La
representación popular, debidamente organizada en torno a las vías naturales
-el municipio, la familia, el sindicato- no vale como democracia para los
que viven del cuento de los partidos políticos que nos esquilman. Y que, por
supuesto, dan de comer a la multitud de comunicadores, tertulianos, creadores de
opinión y demás gente de mal vivir, que cobran por alabanza al propio o diatriba
al contrario.
De todo ello, creo poder deducir que, efectivamente, hace
exactamente cuarenta años se celebraron -perpetraron, más bien- las primeras
elecciones democráticas de estepaís. Estepaís tan parecido a la primera
república, los cantones y las guerras civiles -dentro de unos meses me lo dirán
los pobres habitantes de esa Catalunlla que sólo existe en mentes calenturientas
de bobos o de chorizos-; estepaís tan parecido a la segunda república,
con una izquierda que considera que nadie sino ellos tienen derecho a gobernar,
porque son los únicos demócratas -más democráticos cuanto más
ultraizquierdistas-; y con una derecha acojonada y acongojada ante el temor de
que la llamen franquista.
Estepaís tan parecido a la
restauración borbónica; estepaís tan de pandereta, aunque ahora la
pandereta lleve pellejos de movidas, orgullos y titiriteros
etarras y carmenitas.
Estepaís donde la industria desapareció a la
mayor gloria de los cabestros que nos metieron de hoz y coz en el mercado común,
hundiendo durante décadas nuestra economía a cambio de recibir la sopa boba que
los politicastros desviaban a donde les venía bien; estepaís donde los
recursos de los parados se los meten en el bolsillo los partidos y los
sindicatos; estepaís donde los ayuntamientos mejor valorados son los que
tienen las calles llenas de mierda, pero ofrecen circo abundante.
Estepaís donde el socialista -me lo han dicho personalmente- votará
socialista aunque se muera de hambre, y donde el derechista votará al PP -nido
de traición, de corrupción, de cobardía- porque si no, vendrán los
rojos.
Estepaís, desde luego, es el hijo directo de esas
primeras elecciones democráticas; es lo que nos hemos dado a nosotros
mismos, como advirtió el fenecido señor Duque de Suárez. De aquellas
primeras papeletas vinieron la sangre de mil asesinados por ETA, los cinco
millones de parados, las concesiones a cualquier separatista o terrorista, las
corrupciones de todos -PSOE, PP, IU, UGT, CC.OO. y un etcétera que no cabría
aquí-, los jueces estrella prevaricadores, los guardias civiles arrastrando por
el suelo las banderas de España que acababan de robarle a los españoles y, en un
futuro no muy lejano, la desmembración de España.
Y lo peor, es que nos
lo merecemos.
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