Amigo, no pensaba traerte a este diario, donde tanta basura,
tanta estupidez, tanta zafiedad tengo que comentar cuando no me vence el
aburrimiento de una actualidad esperpéntica.
No quería mezclarte en esta zahúrda de miserias; pero, pese
a lo que aquí me veo obligado a comentar, esta sigue siendo mi casa virtual, y
en mi casa siempre tienes las puertas abiertas.
No quería mezclarte en la mezquindad actual, pero tu hijo
-mi casi sobrino- me dijo que escribiera algo bonito. Me lo dijo -¡fíjate qué
hijos has criado, y qué orgulloso puedes estar de ellos!- mientras me
consolaban a mi por tu pérdida. Porque -lo sabes- al final me pudo el corazón,
no logré mantener la serenidad para apoyarlos, y di rienda suelta a mi propio
dolor mientras me abrazaba a ellos. Y a ti.
No se si de aquí saldrá algo bonito, si saldrá regular o
siquiera legible. Se que nunca podrá salir lo que tu te mereces, y con la
tristeza de saber que no estaré a la altura me pongo a la faena.
Y también con la nostalgia de esas conversaciones que ya no
tendremos; de esos tiros a un bote que ya no pegaremos mano a mano; de esas
cervezas, caducadas de cuatro o cinco años, que tan bien nos supieron, o de las
que te esperan en mi casa, junto a las aceitunas y las almendras.
Quizá no sea nostalgia la palabra. La nostalgia es la
tristeza por la ausencia, y se que tu no sólo no estás ausente de nuestras
vidas, sino que estás -si cabe- más presente. Porque antes estabas con uno,
dos, tres de nosotros; y ahora estás con todos.
Porque, ¿sabes?, no te has ido. No nos da la gana de que te
hayas ido, así es que sigues con nosotros. Con todos y cada uno. Te has ido
como un espartano, luchando como un león, peleando con uñas y dientes -y a
mordiscos, cuando ha hecho falta- porque la única forma digna de irse -de
volver- es sobre el escudo.
Y los que vuelven
sobre el escudo, siempre permanecen.
Te has ido porque el cuerpo tiene sus límites, porque las
fuerzas físicas se agotan, porque somos mortales y hemos de morir. Pero tu
espíritu no se ha rendido, no se ha doblado, no se ha permitido un descanso ni
una derrota. Tu espíritu de león espartano que, en la adversidad, sacaba
fuerzas para animar a quienes te rodeaban.
Nos has dejado -sólo por ahora- con un ejemplo de dignidad,
de fortaleza y de valor. Con la dignidad de un Cónsul romano, la fortaleza de
un león y el valor de un espartano.
Quiero decir tantas cosas que me lío. En las horas de
insomnio es más fácil, todo cuadra, todo se hila; pero a la hora de ponerlo
sobre el papel -sobre la pantalla- se deslavaza y sale a trompicones.
Se preguntarán los que lean a santo de qué viene tanto
hablar de espartano. Tu lo sabes, amigo; lo sabe tu familia, y lo se yo. El
resto, me harán la merced de aceptar mi palabra.
Los que no te conocieron -los que si te conocían y valen la
pena no lo necesitan- también aceptarán mi palabra si digo que fuiste -eres- un
hombre de bien, un amigo de los que están cuando hacen falta, de los que saltan
sobre cientos de kilómetros cuando se les necesita. De los que hacen mejor este
mundo. De los que dejan huella en el alma, no sólo en la memoria.
Por eso, Iñaki -amigo, hermano- no le pido a Dios que te
acoja. Se que estás con Él y, por eso, lo que te pido -a ti, espartano- es que
nos eches una manita.
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