Y la desvergüenza futbolera.
Acabo de enterarme ahora, cuando escribo, del resultado del partido de anoche entre el Levante y el Real Madrid. Mi madridismo no me lleva a trasnochar tanto, cuando el despertador me va a sonar a las seis de la madrugada. Y además -y a esto iba- la primera parte que vi no invitaba a seguir el espectáculo.
El Real Madrid -no se me inquieten los habituales, que no voy a dar en comentarista deportivo- hizo un juego ramplón, soporífero, insoportablemente aburrido. En los primeros 35 minutos de juego, no sólo no puso en apuros al portero contrario, sino que raramente pisó el área del Levante.
Se me dirá que la mayor parte de los jugadores no suelen jugar habitualmente. Se me dirá que el partido era puro trámite, que la eliminatoria estaba más que ganada y que encima jugaban en casa ajena y ni siquiera tenían que contentar a sus propios seguidores.
Para lo primero, la respuesta es que era motivo de más para hacerse valer; para demostrar que merecían mayor tiempo sobre el campo, y lo que demostraron es que no valen ni la camiseta que llevan encima tan malamente.
Para lo segundo, -y aquí viene la razón de que haga este comentario, dado que esos minutos soporíferos y plúmbeos me recordaron la anécdota-, debería tenerse en cuenta lo que sucedió a Manolete en la plaza de un pueblecillo perdido.
Había hecho el torero una de sus grandes faenas, y alguien le preguntó cómo se jugaba la vida en una plaza de segunda o tercera lo mismo que si fuese de primera. Y Manolete contestó: "¿es que los duros de estos paletos no valen lo mismo que los de los señoritos de Madrid?"
Ahí está la clave: en la vergüenza torera. Eso diferencia a un hombre de un mindundi.
Acabo de enterarme ahora, cuando escribo, del resultado del partido de anoche entre el Levante y el Real Madrid. Mi madridismo no me lleva a trasnochar tanto, cuando el despertador me va a sonar a las seis de la madrugada. Y además -y a esto iba- la primera parte que vi no invitaba a seguir el espectáculo.
El Real Madrid -no se me inquieten los habituales, que no voy a dar en comentarista deportivo- hizo un juego ramplón, soporífero, insoportablemente aburrido. En los primeros 35 minutos de juego, no sólo no puso en apuros al portero contrario, sino que raramente pisó el área del Levante.
Se me dirá que la mayor parte de los jugadores no suelen jugar habitualmente. Se me dirá que el partido era puro trámite, que la eliminatoria estaba más que ganada y que encima jugaban en casa ajena y ni siquiera tenían que contentar a sus propios seguidores.
Para lo primero, la respuesta es que era motivo de más para hacerse valer; para demostrar que merecían mayor tiempo sobre el campo, y lo que demostraron es que no valen ni la camiseta que llevan encima tan malamente.
Para lo segundo, -y aquí viene la razón de que haga este comentario, dado que esos minutos soporíferos y plúmbeos me recordaron la anécdota-, debería tenerse en cuenta lo que sucedió a Manolete en la plaza de un pueblecillo perdido.
Había hecho el torero una de sus grandes faenas, y alguien le preguntó cómo se jugaba la vida en una plaza de segunda o tercera lo mismo que si fuese de primera. Y Manolete contestó: "¿es que los duros de estos paletos no valen lo mismo que los de los señoritos de Madrid?"
Ahí está la clave: en la vergüenza torera. Eso diferencia a un hombre de un mindundi.
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