Hace unos días publicaba Libertad Digital una noticia que no he visto en otros medios; al menos, no con el suficiente resalte tipográfico como para llamarme la atención en mi habitual safari por la prensa digital.
La noticia es que en Navarra su parlamentito ha aprobado un denominado Plan Moderna, que entre otras cosas fija como objetivo "eliminar el carácter vitalicio" de los futuros empleados públicos. Esto es -añade Libertad Digital- "liberalizar el rígido sistema de contratación de empleados públicos, basado en el acceso mediante oposición y con carácter vitalicio, propio de los funcionarios."
Los empresarios navarros se han mostrado satisfechísimos con esta idea, y también CC.OO. y U.G.T., aunque luego han dado marcha atrás -actividad en la que son sumamente hábiles-, porque en principio "no se habían leído el texto y luego pasa lo que pasa".
Pregúntase uno en qué tenían ocupada la mente esos sindicateros y, a fuer de sincero, se le ocurren algunas respuestas. Por ejemplo, en el nivel que le hubieran ofrecido para tragar, o acaso en el puesto de libre designación prometido.
Bien: el caso es que todos están contentísimos de que los empleados públicos no vayan a tener el puesto de trabajo asegurado. Desde los empresarios hasta el periódico de marras, saludan esto como una gran medida liberalizadora y modernizadora. El mismo nombre del plan -Moderna-, lo dice todo.
Dice, sobre todo, el concepto de modernidad que tienen los liberales: volver al siglo XIX, cuando cada vez que un partido ganaba unas elecciones, una legión de paniaguados entraba a la Administración, dejando cesante -la figura del cesante es imprescindible en cualquier obra literaria del XIX- a la correspondiente legión de perdedores que quedaba a la espera de una nueva victoria del partido que le enchufaba.
Esta modernidad supone, igualmente, la entronización administrativa del clientelismo y del nepotismo. Figuras ambas que -de sobra lo sabemos y cada día la prensa trae noticia de ello- siguen vigentes en la Administración -preferentemente en las autonómicas y locales- pero que, al menos, afecta en su mayor parte a cargos políticos, asesores y demás fauna de los partidos que trincan fondos públicos, y no a funcionarios de filas.
Este es el futuro saludado como moderno: el clientelismo, el nepotismo y la cesantía. Y esto supone que el funcionario público que no se pliegue a la voluntad del gestor político, a la calle; el que no sea del gusto político del mandamás, a la calle; el que no sea del partido ganador, a la calle. Supone que tendrá trabajo el amigo del político de turno, que cuando gane el PSOE los funcionarios que no sean socialistas irán a la calle, y cuando gane el PP irán a la calle los que no sean populistas.
Supone que el nepotismo se multiplicará por miles, y ya no será sólo una Ministra la que enchufa a su novio, ni una dirigente la que coloca a sus padres, ni un mandamás autónomo el que sitúa a su señora esposa o el que subvenciona a su hija. Será cada jefecillo el que enchufe a sus parientes.
Y supone, evidentemente, que ningún empleado público le llevará la contraria al político sinvergüenza que se quiera saltar la Ley, porque en ello le va el empleo. Y que cualquier funcionario que se sepa futuro cesante en breve plazo, será mucho más fácil de corromper, y acaso ahí radique el interés de esas confederaciones empresariales.
Porque, por mucho que a todos nos fastidie ir de ventanilla en ventanilla; por mucho que nos jorobe aún más encontrar ventanillas vacías -y que siempre pensemos que el funcionario que debía estar detrás es un vago que lleva dos horas tomando café, en vez de pensar que la vacante que representa esa ventanilla vacía no se cubre-, por mucho que nos alteren los requisitos y los tiquismiquis, la Administración es la válvula de seguridad de los Estados.
Una Administración con funcionarios inamovibles de su puesto, salvo causa justificada y legalmente establecida, es la garantía de que ningún politicastro va a hacer su santa voluntad, vulnerando derechos ciudadanos a su antojo y cometiendo ilegalidades a su gusto.
Como se ve, todo ello supone una gran modernidad que nos pondrá en los finales del siglo XIX. No hay nada como avanzar como los liberales, como los socialistas y como los cangrejos para volver a la caverna.
La noticia es que en Navarra su parlamentito ha aprobado un denominado Plan Moderna, que entre otras cosas fija como objetivo "eliminar el carácter vitalicio" de los futuros empleados públicos. Esto es -añade Libertad Digital- "liberalizar el rígido sistema de contratación de empleados públicos, basado en el acceso mediante oposición y con carácter vitalicio, propio de los funcionarios."
Los empresarios navarros se han mostrado satisfechísimos con esta idea, y también CC.OO. y U.G.T., aunque luego han dado marcha atrás -actividad en la que son sumamente hábiles-, porque en principio "no se habían leído el texto y luego pasa lo que pasa".
Pregúntase uno en qué tenían ocupada la mente esos sindicateros y, a fuer de sincero, se le ocurren algunas respuestas. Por ejemplo, en el nivel que le hubieran ofrecido para tragar, o acaso en el puesto de libre designación prometido.
Bien: el caso es que todos están contentísimos de que los empleados públicos no vayan a tener el puesto de trabajo asegurado. Desde los empresarios hasta el periódico de marras, saludan esto como una gran medida liberalizadora y modernizadora. El mismo nombre del plan -Moderna-, lo dice todo.
Dice, sobre todo, el concepto de modernidad que tienen los liberales: volver al siglo XIX, cuando cada vez que un partido ganaba unas elecciones, una legión de paniaguados entraba a la Administración, dejando cesante -la figura del cesante es imprescindible en cualquier obra literaria del XIX- a la correspondiente legión de perdedores que quedaba a la espera de una nueva victoria del partido que le enchufaba.
Esta modernidad supone, igualmente, la entronización administrativa del clientelismo y del nepotismo. Figuras ambas que -de sobra lo sabemos y cada día la prensa trae noticia de ello- siguen vigentes en la Administración -preferentemente en las autonómicas y locales- pero que, al menos, afecta en su mayor parte a cargos políticos, asesores y demás fauna de los partidos que trincan fondos públicos, y no a funcionarios de filas.
Este es el futuro saludado como moderno: el clientelismo, el nepotismo y la cesantía. Y esto supone que el funcionario público que no se pliegue a la voluntad del gestor político, a la calle; el que no sea del gusto político del mandamás, a la calle; el que no sea del partido ganador, a la calle. Supone que tendrá trabajo el amigo del político de turno, que cuando gane el PSOE los funcionarios que no sean socialistas irán a la calle, y cuando gane el PP irán a la calle los que no sean populistas.
Supone que el nepotismo se multiplicará por miles, y ya no será sólo una Ministra la que enchufa a su novio, ni una dirigente la que coloca a sus padres, ni un mandamás autónomo el que sitúa a su señora esposa o el que subvenciona a su hija. Será cada jefecillo el que enchufe a sus parientes.
Y supone, evidentemente, que ningún empleado público le llevará la contraria al político sinvergüenza que se quiera saltar la Ley, porque en ello le va el empleo. Y que cualquier funcionario que se sepa futuro cesante en breve plazo, será mucho más fácil de corromper, y acaso ahí radique el interés de esas confederaciones empresariales.
Porque, por mucho que a todos nos fastidie ir de ventanilla en ventanilla; por mucho que nos jorobe aún más encontrar ventanillas vacías -y que siempre pensemos que el funcionario que debía estar detrás es un vago que lleva dos horas tomando café, en vez de pensar que la vacante que representa esa ventanilla vacía no se cubre-, por mucho que nos alteren los requisitos y los tiquismiquis, la Administración es la válvula de seguridad de los Estados.
Una Administración con funcionarios inamovibles de su puesto, salvo causa justificada y legalmente establecida, es la garantía de que ningún politicastro va a hacer su santa voluntad, vulnerando derechos ciudadanos a su antojo y cometiendo ilegalidades a su gusto.
Como se ve, todo ello supone una gran modernidad que nos pondrá en los finales del siglo XIX. No hay nada como avanzar como los liberales, como los socialistas y como los cangrejos para volver a la caverna.
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