Me llega por correo electrónico un artículo de mi camarada Blas de Lezo, que presenta con estas palabras:
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Otro palo al agua, pero nos gustaría que al menos salpicara a aquellos a los que quisiéramos ver despertar de este peligroso letargo.
Nos imaginamos que a algunos molestará lo que decimos en estos comentarios, lógico, pero nos gustaría oír sus razonamientos.
"Blas de Lezo"
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Temo, mi querido Blas de Lezo, que este palo al agua no va a salpicar a nadie. Porque no es que estén dormidos; es que no están. En España ya no hay militares (en su acepción como adjetivo: "perteneciente o relativo a la milicia o a la guerra, por contraposición a civil"), sino mercenarios ("que percibe un salario por su trabajo o una paga por sus servicios").
En otros tiempos, y durante siglos, había profesiones que imprimían carácter. Una de ellas, el sacerdocio; otra, la milicia, que para el capitán poeta Pedro Calderón de la Barca era también una religión. De hombres honrados, ni más ni menos.
Hoy la milicia es un trabajo. Un trabajo como cualquier otro. Un trabajo al que agarrarse para ir sorteando el día a día. La milicia es un mero trabajo funcionarial. Y no tengo nada contra los funcionarios, que en su puesto hacen una labor imprescindible -porque son los encargados de impedir la arbitrariedad de los cargos políticos de la Administración, exigiendo el estricto cumplimiento de las normas- pero que no tienen nada que ver con lo militar. Lo militar es otra cosa.
El militar jura -perdón, señora Chacón, juraba- derramar hasta la últma gota de su sangre por la Patria; el funcionario, raramente enarbolará algo más que un abrecartas y, desde luego, es difícil que cale la bayoneta en defensa de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, pongo por caso.
En consecuencia, de la mezcla actual de Ejército con ONG y burócratas, lo único que puede salir es un pelotón de chupatintas que se corte con el papel al arrancar de la Constitución el artículo octavo.
Y eso es lo que hay en la milicia desde hace mucho tempo. Ni imprime carácter, ni se pretende que lo haga, porque lo que menos interesa es tener gente que profese esa religión de hombres honrados.
Dicho esto, a modo de desahogo personal, aquí les dejo con el artículo de mi camarada:
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Otro palo al agua, pero nos gustaría que al menos salpicara a aquellos a los que quisiéramos ver despertar de este peligroso letargo.
Nos imaginamos que a algunos molestará lo que decimos en estos comentarios, lógico, pero nos gustaría oír sus razonamientos.
"Blas de Lezo"
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Temo, mi querido Blas de Lezo, que este palo al agua no va a salpicar a nadie. Porque no es que estén dormidos; es que no están. En España ya no hay militares (en su acepción como adjetivo: "perteneciente o relativo a la milicia o a la guerra, por contraposición a civil"), sino mercenarios ("que percibe un salario por su trabajo o una paga por sus servicios").
En otros tiempos, y durante siglos, había profesiones que imprimían carácter. Una de ellas, el sacerdocio; otra, la milicia, que para el capitán poeta Pedro Calderón de la Barca era también una religión. De hombres honrados, ni más ni menos.
Hoy la milicia es un trabajo. Un trabajo como cualquier otro. Un trabajo al que agarrarse para ir sorteando el día a día. La milicia es un mero trabajo funcionarial. Y no tengo nada contra los funcionarios, que en su puesto hacen una labor imprescindible -porque son los encargados de impedir la arbitrariedad de los cargos políticos de la Administración, exigiendo el estricto cumplimiento de las normas- pero que no tienen nada que ver con lo militar. Lo militar es otra cosa.
El militar jura -perdón, señora Chacón, juraba- derramar hasta la últma gota de su sangre por la Patria; el funcionario, raramente enarbolará algo más que un abrecartas y, desde luego, es difícil que cale la bayoneta en defensa de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, pongo por caso.
En consecuencia, de la mezcla actual de Ejército con ONG y burócratas, lo único que puede salir es un pelotón de chupatintas que se corte con el papel al arrancar de la Constitución el artículo octavo.
Y eso es lo que hay en la milicia desde hace mucho tempo. Ni imprime carácter, ni se pretende que lo haga, porque lo que menos interesa es tener gente que profese esa religión de hombres honrados.
Dicho esto, a modo de desahogo personal, aquí les dejo con el artículo de mi camarada:
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OTRA VEZ LOS MILITARES
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Hace algún tiempo corrió por Internet un escrito firmado por Julio Shöen Geary que tuvo una gran difusión, incluso fuera de España. En él meditaba el autor sobre la actitud extraña y sumisa de un Ejército heredero (no había habido rotura alguna) de aquel que se denominó Ejército Nacional. Ha pasado algún tiempo, un par de años, y no podemos decir que todo sigue igual porque todo ha empeorado. Lo que sí podemos decir es que este Ejército, sea el que sea, es irreconocible.
El sistema político, que se autodenomina “de libertades”, controla perfectamente la prensa, de forma que las quejas, los duros comentarios, la auténtica desazón, por no decir el simple y castellano cabreo, en eso que se llama la gran familia militar, quedan matizados o ensordecidos por discursos, revistas, ceremonias, desfiles o desfilitos. Pero ahí está Internet, sin barreras ni controles (por ahora) donde el profundo y hasta desesperado malestar de esa familia militar es una olla que empieza a estar a una presión, todavía controlada, pero que el tiempo dirá cuánto durará ese “control”. Presión desde abajo, porque los mandos que van accediendo a puestos de responsabilidad, elegidos a dedo por aquellos que saben a quien han de nombrar, nada harán que pueda hacer peligrar su puesto o cargo.
Hay un nada despreciable número de generales y almirantes en la reserva que escriben sobre temas muy importantes y cultos, hasta filosóficos, sobre la disciplina, el honor, el compañerismo, la lealtad…., todo en niveles de cátedra, pero con los pies elevados del suelo un par de palmos, levitando. No pisan la tierra que tiembla. Estos generales en la reserva, a los que hemos admirado como profesionales ejemplares, mantienen hoy un prudente silencio, cuando no una actitud dolida pero disciplinada, ante las humillaciones, los desprecios y las más brutales ofensas a un Ejército al que ellos han pertenecido y, nos imaginamos, pertenecen todavía. Y soportan estoicamente las ofensas a una Bandera cuyo escudo ha presidido las Salas de Banderas de sus Regimientos o sus navíos o ha cubierto los féretros de sus compañeros asesinados. Y cuando un general se atreve un día a decir algo que es el pensamiento común de todos sus compañeros, y que no sólo es lógico y aplastantemente razonable, sino “constitucional”, al ser sancionado por el rencor institucionalizado, ningún compañero en los niveles del generalato es capaz de salir a la palestra y decir: “tiene razón y yo suscribo lo que él ha dicho”. Nadie. Pero no nos engañemos, si es otro militar de grado inferior el sancionado, que también quiso mostrar su crítica opinión de forma dura pero razonable, encontrará a su alrededor un desolador vacío al que le someten sus compañeros en activo. ¿Qué es lo que está pasando?
Se echa sobre los estrechos hombros del presidente Rodríguez Zapatero la responsabilidad de esta campaña que ha desembocado en la miserable Ley de “Memoria Histórica”, pero es algo que viene de lejos, de muy lejos, prácticamente desde el día en que Franco fue enterrado en el Valle de los Caídos. Desde entonces, este Ejército ha ido retrocediendo, actitud que no ha dejado de hacer desde hace treinta y cinco años.
Muchos años de retirada y derrota. Ante la falacia de una legalidad vigente basada en el rencor, el odio y la venganza, se han admitido las mayores humillaciones, cuando no auténticas vilezas. Primaba la idea de que permitiendo ciertas cosas, aquellos se contentarían y algo se podría salvar. Una práctica guerrera que conduce gloriosamente al desastre.
Pero también se ha tratado, desde los propios mandos del Ejército de justificar ciertas actitudes de los que detentan el poder. Basta un ejemplo. Recordamos a un general, compañero de promoción, que delante de los cadetes de la Academia General de Zaragoza, formados ante nosotros los veteranos, después de su arenga en la que citaba el “Decálogo del cadete”, le hicimos ver nuestra extrañeza al no hacer mención a que este Decálogo fue redactado por Franco, siendo General Director de esa Academia. Nos respondió que Franco ya era para los cadetes un personaje tan lejano como Cisneros. Borrar a Franco de nuestra propia Historia era asumido por parte de nuestros mandos como algo normal.
Si los generales, hoy en la cúpula y en otros destinos y cargos importantes, leyeran u oyeran todo lo que se comenta de ellos por Internet o en tertulias y peñas, empezarían a meditar sobre el peligroso suelo que pisamos, porque un Ejército sin moral, sin objetivos definidos y claros y, sobre todo, dividido, es una máquina inservible.
Todos sabemos que el Ejército ha de estar sometido al poder, llamemos constitucional, otros prefieren llamarle poder civil, pero este “Poder” no es el de la secta política, es decir, que en el caso del Ejército, las disposiciones que le afecten de forma radical no puede ser el resultado de una actitud de secta política, que hoy dicta esto y mañana otra secta lo modifica, hasta que la anterior, si recupera el poder, vuelve a las andadas en un miserable ping-pong entre partidos, utilizando a una institución de las dimensiones y categoría del Ejército, como simple carta de baraja en un juego de tahúres y rufianes.
Hemos llegado a un punto de difícil retorno. Una partida de ganapanes de la política quiere humillar, poner de rodillas a toda una institución. Ahí está el caso sangrante (sólo un ejemplo más) de que dos ministras, de rara catadura moral, sean las que, siguiendo la órdenes de su señor natural el presidente Rodríguez Zapatero, deciden eliminar una estatua del comandante Franco de un acuartelamiento de la Legión en Melilla. La ministra de la llamada, cualquiera sabe por qué, Cultura, y cuyo nombre hemos tenido que buscar en Internet, ha dictaminado que esa estatua, ni por su valor artístico ni por el histórico, debe permanecer en ese Acuartelamiento. ¿Quién se ha alzado desde sus cargos en la cúpula militar contra esa estúpida infamia? Nadie. Y aquellas publicaciones militares, oficiales y para-oficiales siguen publicando anagramas, diagramas, estudios estratégicos para el futuro del Cono Sur, o sobre la uniformidad deseable, pero silencian estos hechos. Mientras que en otras publicaciones que se interesan por lo militar, en cuanto se tocan estos temas, los foros que provocan arden por los cuatro costados. Porque muchos militares activos o retirados, pese a la aplastante y continua labor de la rencorosa política de unos y de la cobardía de otros, conservan eso que llaman dignidad.
El cierre del Museo Militar de Montjuich, ante la sumisión, cuando no cobardía, de las instituciones militares; el canibalismo rencoroso que ha primado en el nuevo Museo Militar en el Alcázar de Toledo; la retirada de placas en calles, cuarteles o centros militares de aquellos que las RROO denominan héroes y que forman parte de una Historia y tradiciones que al parecer hay que conservar; la aceptación, otra vez sumisa, del abyecto travestismo en el Ejército; el convertir a las Residencia Militares en baratos “meubles”…; toda esa basura va convirtiendo a una institución cargada de gloria en un fantoche de caseta del pim-pam-pum.
Todavía no hemos llegado ahí, pero no pasará mucho tiempo para que, entre rencorosos y cobardes, consigan que los símbolos tradicionales del Ejército desaparezcan, y que sus referentes heroicos sean Durruti (ya se expone algo suyo en un museo militar valenciano), el Lister, el Campesino o que André Martí sea considerado un genio militar al organizar las Brigadas Internacionales, cipayos de la URSS cuyo nombre pronto ostentará, con toda seguridad, algún acuartelamiento del “nuevo” Ejército.
Y así ¿hasta cuándo? ¿Es que queda algo por demoler? Cuando al fin alguien se alce para impedir la desaparición de un Ejército cargado de Historia, se encontrará que no hay nada que salvar, porque ya no existe.
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“Blas de Lezo”
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