Como mis habituales saben –si queda alguien aún que me lea- no soy de ultraderecha. Menos aún de derechas. Pero también mis habituales -y cualquier persona medianamente culta- saben que hoy en día los políticos sinvergüenzas, los periodistas sinvergüenzas, los rojos sinvergüenzas y los imbéciles que no saben como se escribe la palabra vergüenza, llaman ultraderecha a todo lo que les suene a decente, a limpio, a responsable y a español. Es decir, a todo lo que no sea socialista bananero, comunista resabiado, estalinista asesino y demás maravillas de la modernidad progresista.
Por lo tanto, resulta que -como nacionalsindicalista, que para los hideputas vale por ultraderechista aunque no lo sea ni por el forro- me he convertido en ubicuo.
Estoy en todas partes.
No paro un segundo de tirarle fango a doña Begoña, virginal doncella que jamás ha cometido la menor intrusión en el ámbito académico, ni ha influido en concesiones administrativas, ni ha metido cuchara en ningún plato de software ajeno.
No paro un momento de buscarle las vueltas al sabio hermano de Perico -él si de verdad ubicuo, según la cantidad de domicilios que la prensa canallesca dice que tiene-, que sólo busca con su ausencia habitual del puesto de trabajo el ahorro de espacio, calefacción y mobiliario de la administración que le emplea, por supuesto sin la menor sombra de influencia de su señor hermano en la contratación.
No descanso un momento de mentir sobre las condiciones de los trenes, sobre los retrasos, sobre la falta de material y de mantenimiento, sobre los accidentes por dejadez de los irresponsables que mangonean en el asunto.
Y ahora, para colmo, resulta que he provocado al pueblo doliente de la inundación de Valencia para que exprese, de forma poco democrática, su opinión respecto a los visitantes que van a lucir palmito para las fotos y las televisiones. Soy yo, la ultraderecha, la que cabrea al personal.
Yo, no la ausencia de ayudas, de guardia civil, de policía, de bomberos, de soldados, de oenegés trinconas que no han aparecido con sus mantas, ni sus botellas de agua, ni sus bocadillos, ni sus voluntarios tan dedicados a fomentar la delincuencia. Yo -la ultraderecha- soy el culpable de que la gente de Valencia no haya recibido refuerzos de policía y guardia civil ni haya recibido la presencia militar -con su maquinaria de zapadores y su disciplina de soldados- ni haya visto la llegada de bomberos, de material, de personal de otras provincias. Y no porque las otras provincias de España no los haya querido enviar, sino porque alguien ha rechazado esa ayuda. De la misma forma que dos helicópteros andaluces se desplazaron para unirse a los esfuerzos, y tuvieron que volverse a sus bases porque nadie les daba trabajo.
Y soy yo -la ultraderecha- quien tiene la culpa de que los inútiles de la autonomía valenciana, de que inútiles de los ministros del Gobierno, no hayan sabido qué diablos hacer y hayan escurrido el bulto para que lo lleve otro. Y quienes lo han llevado han sido los afectados por la inundación que ni siquiera -unos por otros- fueron capaces de avisar.
Y, por supuesto, soy yo -la ultraderecha- quien ha azuzado los ánimos de los ciudadanos cabreados que ayer abuchearon y rociaron de barro a los Reyes y al Presidente del Gobierno, al grito de asesinos y de fuera, fuera.
Estoy en todas partes. Tanto es así, que si los ciudadanos españoles supieran leer y lo ejercieran, tal vez lo identificarían con el 1984 de Orwell y ese Goldstein, enemigo público siempre presente. Pero el pueblo español no ejerce la lectura más allá de los montajes literarios prefabricados, ni sabe sacar consecuencias de lo que alguna vez pueda haber leído. Ya le va bien con la televisión del régimen democrático, con la prensa del régimen democrático, con la partitocracia del régimen democrático. La ultraderecha es muy mala, y ya iremos descubriendo que las inundaciones las ha provocado Francisco Franco. (En lo cual posiblemente tengan algo de razón, porque de haber vivido veinte años más habría hecho más obras de las que ahora reclaman los ingenieros para evitar estos desastres).
Pero no hagan caso. Esto son infundios de la ultraderecha. Ya se limpiarán las calles, ya les darán a los afectados los papeles para que dentro de unos años -los del volcán de La Palma aún están esperando- los den unos euros por su vida destrozada. Ya se enterrarán los muertos. Y se olvidará todo para las próximas elecciones.
Y parece mentira que el señor Sánchez y sus cómplices no se den cuenta de que si la ultraderecha está en todas partes y es culpable de todo, probablemente sean algo más que dos o tres exaltados.
Pero el mensaje oficial es que la ultraderecha está en todas partes, acechando, lanzando fango sobre la pureza de don Pedro Sánchez; de sus amigos los terroristas baskos y los golpistas de Catalunlla; la ultraderecha es ubicua, y todos los que despotrican del Gobierno socialcomunista son unos malditos fascistas, como ha sido siempre desde el abuelito Lenin y el padrecito Stalin.
La ultraderecha es la que ha colocado en la prensa las fotos de los Reyes aguantando en su visita a Valencia el chaparrón -de insultos y de barro-, pero ha ocultado la gallardía con que Pedro Sánchez ha huido del lugar.
Y son ellos -la ultraderecha y nada más que la ultraderecha- los que han respondido al señor Sánchez. Si necesitan algo, que lo pidan, dijo don Pedro.
Pues te lo han dicho, imbécil: fuera, fuera.
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