Saben mis habituales, los que aún puedan quedar, que en esta fecha del 12 de Octubre no suelo glosar la Hispanidad, que ya no existe porque aquellas nuevas tierras de nuestra estirpe llevan décadas colonizadas por lo anglosajón; ni suelo hablar de España, que tampoco existe y lleva más de cuatro décadas convertida en patio de Monipodio, donde toda aberración tiene asiento y toda desvergüenza lugar privilegiado.
Si suelo, en cambio, hablarles de lo único que va quedando con sentido en esta zahúrda, en la que los señoritos socialistas de Andalucía se llevan los cuartos de los parados, o se los gastan en putas, y no pasa nada; donde una Ministra que miente en el Parlamento se ve con la popa al aire porque hay grabaciones que demuestran lo que ella negó, y no pasa nada; donde un Ministro defrauda a Hacienda con una sociedad creada para alquilarse un piso a sí mismo, la cual no ha declarado el ingreso de ese alquiler, y no pasa nada; donde un Presidente del Gobierno se ve sorprendido en delito -así lo contempla la Ley- de plagio de una tesis doctoral, y no pasa nada; donde a un presidente de un partido político de oposición se le descubre un máster poco claro y nada trabajado, y no pasa nada.
Y lo único que va quedando con sentido en esta zahúrda -o pocilga, para que los socialistas me entiendan- es el respeto a los muertos. Lo único, entiéndase, para la gente decente; no para los guerracivilistas, los nietos de asesinos, los descendientes de chequistas, los cabrones y los hideputas.
Los guerracivilistas, los nietos de asesino, los descendientes de ladrones, chequistas, cabrones, hideputas, y tiorras, no tienen más finalidad en su triste vida de perdedores que la de vivir contra Franco. Y, para crecerse, como si una canallada pudiera hacerles importantes, en desenterrar su cadáver.
Vean, por tanto, si no es cierto que lo único con sentido que se puede hacer en esta mierda de sociedad es recordar a los que se fueron. Sobre todo, si quien se fue era el mejor escritor en lengua española que recuerdan los siglos; esto es, mi camarada Rafael García Serrano.
Antes de irse a los luceros, mi camarada Rafael dejó escrito lo que ahora mismo está pasando. Lo hizo en su monumental novela V Centenario, donde relata el estallido de lo que fue España y la iniciativa por recuperarla. Condenada, quizá, al fracaso, pero ineludible para cualquier español decente.
Pero no es eso lo que hoy les quiero contar. Lo que les quiero contar es la anticipación, y hablamos de más de 30 años desde que se publicó en 1986. La anticipación -el maestro se conocía el paño- de la profanación del Valle de los Caídos.
Les recomiendo que lean la novela y les dejo con un breve fragmento:
* * * * *
Al espacio intermedio llegaba alguna luz de la gran nave de la Cripta y a su favor adivinaron la postura meditabunda y vigilante de los dos ángeles con espadas, que eran los llamados ángeles de Ferreira. (Carlos Ferreira, Carlitos para los supervivientes de su quinta, era un escultor afamado que vivía en Canarias, de larga, dilatada y magnífica obra. Había pertenecido a los jovencísimos falangistas fundacionales siendo estudiante y durante la Gran Guerra de España, que hizo en el frente nacional, había llegado a ser capitán provisional de la Legión. La más bella y poética imagen del alférez provisional era debida a sus poderosas y creativas manos. En el rostro alargado, tenaz y alegre, brillaban todavía los ojos luminosos del joven que fue y el bigote que fue bandera capilar de su generación.) Aquellos ángeles decían mucho no sólo a los de sus quintas, sino también a generaciones más jóvenes y admiraban unánimemente a todos cuantos los contemplaron hasta el saqueo del Valle y su cierre. Eran los ángeles con espadas de los que habían oído hablar muchos adolescentes de 1992 como símbolo de fuerza y permanencia en la lucha, como reflejo de unas bellas y valerosas palabras, y sólo los conocían de foto y algunos incluso llevaban en su cartera uno de los ángeles, recortado de una postal, junto a todos sus sueños.
Se tenía la sensación de un gran abandono, de una enorme tristeza conforme avanzaban hacia la gran nave y el crucero, un olor a mustio y sucio, fracaso y destrucción. La humedad de la montaña había filtrado grandes manchas oscuras por todas partes. Era justamente un sepulcro, más sepulcro que nunca desde que desaparecieron los muertos y no parecía quedar allí más que el recuerdo de su podredumbre. Y sin embargo allí acampaban, se movían, trabajaban hombres llenos de esperanza, todos ellos vivos y dispuestos a morir. No quedaba en aquel sepulcro
gigantesco ni rastro de la muerte, ni huesos, ni siquiera polvo enamorado, y sin embargo allí estaba enterrada España, que ya no era de este mundo. Los ángeles con espadas parecían guardarla, y servir al Cristo clavado en la cruz de madera de enebro de Río Frío, que era como una llamarada en aquella rumorosa soledad.
Se veía antes del altar la gran losa quebrada que guardó el cuerpo muerto de José Antonio, aquel lejano joven cuyas antologías eran la lectura de muchos cercanos jóvenes dolorosos y decididos, y el agujero oscuro donde fue enterrado.
(...)
Pisaban teselas y taraceas de colores desprendidas del gran mosaico de la cúpula. El humo de los cigarrillos resaltaba en la luz que iluminaba al Cristo como el aliento de un extraño incensario. El lugar, tras de su profanación en el 89, no había sido reconsagrado jamás y la comunidad fue dispersada.
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