Para los aficionados al periodismo -y para los
profesionales de ley, los pocos que van quedando-, con decir el maestro, basta
para que todos sepamos que se trata de Rafael García Serrano. Hablo, naturalmente, de los españoles que lo
somos y ejercemos; los demás, con sus envidias y anteojeras de antipatía tienen
bastante.
Siempre, -mejor dicho: desde que un camarada me
mostró la luminosa senda del Diccionario
para un macuto- tuve la ilusión de lo que ya no será posible: conocer al
maestro Rafael. No le conocí -personalmente, quiero decir- aunque tuve dos
ocasiones estupendas para ello. La primera, en el cineclub de la asociación de amigos de El Alcázar, una
mañana de domingo que revivió en la pantalla la gesta de la fortaleza toledana.
Él estaba allí, en el vestíbulo, y mi invencible timidez me impidió acercarme
aunque se hallaba -no puedo asegurarlo, pero así lo veo en el recuerdo,
nebuloso de tantos años transcurridos- con Joaquín Aguirre Bellver, a quien si
tengo la fortuna de conocer, aunque probablemente él no me recordará.
La segunda ocasión hubiera sido la boda de su
hija Fernanda con mi amigo, camarada y jefe -que para algo es el Secretario
General de Juntas Españolas- Jorge
Cutillas. Jorge -no sé por qué- siempre ha tenido una gran fe y confianza en
mis dotes políticas, periodísticas y de organización; y la verdad es que se lo
agradezco mucho, aunque me conozco lo suficiente para no compartirla, ni aun
comprenderla. El caso es que Jorge también quiso que estuviera en su boda; pero
me cogió de vacaciones y se frustró la segunda y mejor ocasión de haber
conocido en persona al maestro Rafael.
Le conocí, en cambio, como manda el Evangelio:
por sus obras. Le he conocido en el Eugenio, y he llegado a comprender
que, si bien la muerte de voluntad es un acto heroico cuando la vida sonríe,
también puede ser una magnífica solución que evite quemar la existencia
inútilmente. Le he conocido en Los ojos perdidos; aquél alférez
Luis Valle que tenía los ojos tristes, los ojos predestinados de los elegidos
para morir jóvenes, pero que en la sonrisa de Margarita llevaba un seguro de
vida eterna. Y también le conocí en esa paz que duraba quince días, y en
aquella ventana que daba al río, monumental corte de mangas a la democrática y
civilizada Europa que se asomaba desde las ventanas francesas a la Guerra de
España.
Vi con él la furiosa, patética y grandiosa carga
de los Toros de Iberia contra
el invasor cartaginés. Y me paseé a su lado por Méjico, con la fabulosa tropa
del bachiller por Salamanca, Hernando Cortés, prodigio de equilibrio entre la
espada, el derecho y la Cruz aunque otra cosa cuenten los anglosajones, que
bien que hablan porque no han dejado un
sioux que los pueda desmentir.
También asistí -de su mano- a la increíble
reconquista de las tierras de nuestra estirpe que hizo la Sección Femenina de
la Falange, aquella aventura netamente espiritual en un mundo que doblaba por
la cintura al siglo XX con un sonido de caja registradora. Y se me alegraron
las pajarillas al comprobar qué magnífico programa de actuación nos propone su V
Centenario, que es un libro que debiéramos sabernos de memoria todos
los españoles que queremos seguir siéndolo.
Le he reconocido -y me he reconocido- en el
alférez Ramón de La Fiel Infantería, arquetípico y exacto retrato de una
generación que, harta de ir muriendo poco a poco, quiso jugarse la vida a cara
o cruz. Me he dado cuenta -como nunca- de la tristeza de un retorno sin que nadie se alegre con tu vuelta...
cediéndote el milagro de sus ojos rientes... leyendo en la Canción
del soldado que no tenía novia el destino que aguarda a todos los que
no hemos tenido la suerte -o el coraje- de
Eugenio, y estamos condenados a la derrota por no haber sido capaces de
crear la ocasión de la muerte de voluntad. Y he conocido, paseando con él por
la Plaza
del Castillo, aquella mítica Pamplona de Julio del 36, cuando Navarra
fue corazón de España.
En fin, discúlpenme ustedes esta estadística
lírica de urgencia. De sobra sé que no necesitan este estadillo apresurado de
la obra del maestro Rafael, pero no he podido resistirme al comentario, tan
fácil, por otra parte.
Rafael García Serrano escribió una vez -creo que
fue en
Bailando hasta la Cruz del Sur, el portentoso relato de los viajes de
la Sección Femenina por América; pero no estoy seguro, y prefiero el calor de
la duda a la frialdad del dato comprobado- que, en el fondo, uno escribe para su director, tres o cuatro amigos, y una
chica. Como en todo, llevaba razón. Lo que pasa es que yo soy mi propio
director, y eso le quita mucha emoción a la cosa, porque ya sé que nunca voy a
estar conforme con lo que hago. Además, conozco de sobra la generosidad de
juicio con que me tratan los tres o cuatro amigos -camaradas, que es lo mismo,
pero más- cuya opinión, por sincera, podría resultarme de interés. Porque ya sé
que los lectores de este libro no lo van a medir por los méritos de los que en
él participamos -indudables en muchos casos; mas que dudosos en otros, como el
presente- sino por la figura a quien lo dedicamos.
Total, que hay ocasiones en que la tarea de
escribir se me hace muy cuesta arriba, y así sucede con estos folios; aunque no
porque no me ilusione contribuir con mi modesta aportación al merecido homenaje
que Juntas Españolas quiere rendir al maestro Rafael, cuyo origen y proceso
contaré mas adelante. Se me hace cuesta arriba porque -en primer lugar- no me
veo con sitio entre las ilustres firmas que aquí se reúnen, y me asalta el
temor de si no pensará alguien que aprovecho mi situación para hacerme un hueco
en un lugar donde -de ser otra la circunstancia- jamás lo tendría. Y en segundo
término, porque -objetivamente considerado- no soy quien para rendir a Rafael
García Serrano otro homenaje que el de comprar sus libros. Lo que ocurre es que -en ocasiones- la
modestia puede rozar la cobardía; y, por otro lado, a mí la objetividad, -como
al maestro- me trae flojo el bolígrafo. La falta de calidad literaria la suplo
con las ganas de decir lo que pienso, máxime cuando tantos que deberían estarle
eternamente agradecidos no tienen la hombría de bien de recordarlo. La envidia
es libre, y el complejo de inferioridad los hace mudos, pobrecitos.
En cambio, servidor confiesa su envidia. Daría
lo que me reste de vida por ser capaz de escribir una novela que se pareciera
-de lejos, claro; no podría ser de otra forma- a cualquiera de las suyas. Pero
lo confieso, al igual que reconozco que trato de imitarle, y si no llego al
plagio en el estilo no es porque me falten ganas, sino capacidad. Aún así, y al contrario que tantos que por
esos pastos editoriales rumian su esterilidad, me siento enormemente satisfecho
de tener -al menos- el excelente gusto literario que me lleva a ser un incondicional de Rafael García Serrano.
Hablo en presente, y digo bien. El ser humano
-caduco por naturaleza- no tiene a su alcance mas forma de sobrevivir en este
mundo que la de prolongarse en sus hijos y en sus obras. Rafael García Serrano
reunió los méritos suficientes para que Dios le concediera el privilegio de
constituir una familia como la que todas las personas de bien deseamos, y tuvo
la bendición de una esposa -compañera para toda la vida, hasta que la muerte
viene a abrir un paréntesis que se cierra con el reencuentro para toda la
Eternidad- unos hijos y unos nietos. Esa es la única disculpa al pecado de no
morir joven.
Rafael vive, pues, en ellos. Y en todos
nosotros, a través de sus obras; porque mientras haya una sola persona que se
emocione al leer sus páginas y aprenda en ellas; mientras un sólo español
atesore los mismos ideales que él defendió, Rafael García Serrano seguirá
viviendo entre nosotros.
Yo he dicho de Rafael García Serrano -ante los
tres contertulios de guardia que tienen la paciencia de soportarme- que era el
mejor escritor en lengua española de todos los tiempos. Puede que lo dijera en
un momento de exaltación; pero el caso es que ahora, y con toda la reflexión
necesaria para dar unas palabras a la consideración pública, no retiro lo
dicho, sino que lo reafirmo. Ustedes ya sabrán que hay dos tipos de escritor:
el que tiene mucho que comunicar, pero no acierta con la forma adecuada, y el
que no tiene nada que decir pero -eso si- lo dice muy bien. Rafael García
Serrano constituye una rara conjunción de ambos, porque nunca acaba uno de
sorprenderse de las cosas tan enormemente importantes que dice, y de lo
maravillosamente bien que las cuenta.
Rafael García Serrano es un escritor
sencillísimo, al alcance de cualquier inteligencia, porque hasta los más tontos
-salvo que pertenezcan a la fauna política o politizada, que es peor- lo pueden
entender a las mil maravillas. Y, a la vez, un escritor complejísimo, difícil
como pocos, cuyas obras sólo nos dan su auténtica dimensión en la tercera y
cuarta lectura. Pero como quien lo lee una vez, irremediablemente repite, acaba
por descubrir la increíble belleza de sus páginas.
Mi primer contacto con la obra del maestro
Rafael fue a través de La Fiel. Había comprado, de una
tacada, esta novela y el Diccionario para un macuto, en un alarde económico que
aún me asombra, porque mi bolsillo
-primer o segundo año en la Universidad, y sin trabajar- no estaba para
muchas alegrías entonces. Ni ahora, para qué nos vamos a engañar, con un
Gobierno que considera los libros como artículos de lujo, y en ello se nota lo
poco que los usan para lo propio de un libro, que es leerlo, y no la decoración
de estanterías.
El caso es que empecé por La Fiel Infantería porque
tenía prisa por comprobar si era cierto todo lo bueno que me habían dicho del
-por aquél tiempo, verano del 79, aprendí a llamarle así- maestro. Y no me
gustó, lo que son las cosas. Pero pasado algún tiempo, y tras embucharme el Diccionario,
volví a ella; y descubrí el sentido de algunos matices, de algunas frases que
había pasado por alto en la primera lectura. Me gustó mas, pero sin llegar a
entusiasmarme. Fue necesario el tercer repaso para que empezara a captar la
inmensa belleza literaria que contiene, y para que me diera cuenta de que La
Fiel Infantería es la mejor síntesis jamás escrita del ideario
Nacionalsindicalista; el mas completo retrato de un estilo y de una forma de
ser que mi edad no me ha permitido conocer directamente, y bien que lo siento.
Después, poquito a poco -según las empresas
editoriales tenían a bien satisfacer las demandas del público- fueron llegando
a mi particular biblioteca todas las obras de Rafael García Serrano que han
sido reeditadas, y las de nueva creación:
La Paz ha terminado, acertadísimo título de una recopilación de
Dietarios, a caballo entre 1974 y
1975; La Gran Esperanza, que obtuvo el Premio Espejo de España en el
83 (por cierto, con el único voto en contra de D. Manuel Fraga, gracias sean
dadas a Dios), y V Centenario, obra tan extraordinaria en lo literario como en
lo político; tan excepcional, que aún no hemos sido capaces de digerir sus
enseñanzas y seguir el camino que nos indica.
Pero no es esto lo que yo quería contar, porque
no creo que a nadie le interese saber de qué forma me las he ido arreglando
para adquirir todas las obras de Rafael García Serrano de las que he tenido noticia.
Lo que yo quería decir es que el maestro Rafael es asequible a todo el mundo,
porque cualquiera de sus frases puede hacer que se desternille de risa el menos
avisado, y a cualquiera que tenga el corazón en su sitio puede hacerle un nudo
en la garganta; y todas sus obras son una fuente inagotable de distracción y
auténtico gozo estético para un amante de la belleza literaria. Quedan -eso si-
frases, alusiones, referencias, que no están al alcance de todo el mundo. Para
entenderlas, es necesario pertenecer al círculo mágico de los iniciados; de los
que en una palabra pueden -podemos, disculpen la inmodestia- hallar un
significado ideológico, un especial sentido; ese algo que hace de las obras de
Rafael García Serrano un perfecto resumen y compendio del ideario
Nacionalsindicalista.
Algo de esto escribí en la primera hoja de un
ejemplar de La Fiel, que regalé a un amigo por su cumpleaños, porque uno
aprovecha cualquier ocasión de promocionar a sus camaradas. Soy una especie de
misionero de la obra de Rafael García Serrano, y estoy de ello bien orgulloso.
Incluso necesito de la misma dosis de paciencia y tesón que el mas santo padre
misionero -de los de antes, que los de ahora usan metralleta- para recuperar
alguno de los libros que presto, como me ocurrió no ha mucho con un compañero
de trabajo a quien cedí Plaza del Castillo, obra
especialmente significativa para mí por razones puramente emocionales y
personales, que les haré la merced de omitir. Por esos mismos motivos que nada
tienen que ver con lo ideológico o literario- le guardo un especial cariño a Bailando
hasta la Cruz del Sur. Y ya está bien de misterios, porque a ustedes no
les interesarán lo mas mínimo mis motivaciones particulares, sino lo que les
pueda decir sobre el maestro Rafael, si es que su generosidad hacia mí llega a
tanto.
Rafael García Serrano recibió el Premio Nacional de Literatura José
Antonio Primo de Rivera, en 1943, por
La Fiel Infantería;
premio que no impidió que la novela fuera secuestrada por la pasión
clerical de Gabriel Arias Salgado -el padre de los actuales- a indicaciones del
arzobispo primado de Toledo. Como siempre -antes y después- el Régimen puso la
cara y otros tiraron las piedras a su confortable sombra, que sólo abandonarían
cuando fue mas confortable estar en contra. Aunque, por si acaso, sin retirar
la mano.
Y, como queda reseñado, el Espejo de España del
año 1983, en cuyo jurado tomó parte D. Manuel Fraga, que fue el único que votó
en contra de su concesión a Rafael García Serrano.
Supongo que al maestro, con su amplia
experiencia en persecuciones, denuestos y ataques ¡tantos chaqueteros que
nunca le perdonaron que fuera fiel!- le haría mas gracia que otra cosa. Ni
siquiera creo que le diera pena, porque él se conocía bien el paño, y no le
podían coger por sorpresa los pequeños rencores y fobias de la derecha
reaccionaria de siempre. Para reconocer y valorar la honradez, la inteligencia
y la fidelidad, hay que ser honrado, inteligente -que no es lo mismo que
memorión- y fiel; y eso no está al alcance de cualquiera, aunque se tengan
millones para alquilar agencias de publicidad que intenten dar buena imagen al
percebe de turno.
Además del voto en contra del señor Fraga,
Rafael García Serrano nunca obtuvo el Premio Nobel; ni estuvo -que yo sepa-,
nominado para él. Lo cual me hace muy feliz, porque de habérselo dado al
maestro, hubiera tenido que cambiar mi opinión sobre el mencionado premio. El
Premio Nobel, como ustedes saben, es -particularmente el de Literatura- una
palmadita en la espalda de aquellos que se han portado bien; de los que han
sido buenos chicos y se han aprendido la lección: democracia
liberal-capitalista a gogó; libertad a tutiplén y derechos humanos todos, en
tanto que deberes personales, ninguno. Y unas gotitas de pornografía
socializante, en función del tradicional progresismo escandinavo, porque allí
-como aquí- y como ya dejara definido el propio Rafael en mas de una ocasión, para los progres, la libertad siempre
acaba en el culo.
Rafael García Serrano, -de justicia es
reconocerlo- nunca reunió esas condiciones, imprescindibles para recibir el
Nobel. Nunca se sometió a los dictados de la inteleztualidad, que siempre es de izquierdas, claro. Nunca se
plegó a la moda, y por eso resulta tan universal, dicho sea en el buen sentido,
que no en el de ciudadano del mundo, esa cursilada que se inventaron los que no
son capaces de comprender lo que es la Patria. Y nunca escribió para memos
aborregados, que es la razón de que los críticos y criticones nunca le hayan
jaleado, como acostumbran a hacer con los papanatas que pululan por los
suplementos literarios de los periódicos.
Tampoco fue elegido académico de la Lengua, con
lo cual eso se perdieron la Academia y la Lengua española, y eso ganó Rafael,
que se ahorró la asistencia al mortalmente aburrido conciliábulo. Y eso ganamos
los lectores, porque el maestro -con la responsabilidad que le caracterizó
siempre- hubiera entregado a la entidad del limpia,
fija y da esplendor, un tiempo que habría hurtado a su creación literaria.
Y esa sí que dio esplendor al idioma, y lo limpió de las telarañas de lo soez,
zafio y grosero que tantos ilustres señores académicos le han puesto.
En buena lógica, Rafael no podía estar en la
Academia. Estaba -está su obra- muy por encima de ella. La frescura, la ligereza, la vitalidad y
vivacidad de su prosa y de su genio, nunca habría podido admitir las reglas
encorsetadas de los embalsamadores del idioma.
Otra faceta de Rafael García Serrano -y bastante
olvidada, por cierto-, es la de guionista cinematográfico. Me perdí en los cines
La
Fiel Infantería -la película, digo- porque fue rodada en la época en
que acababa de llegar a este mundo o puede que antes. Y luego, con la
tecnocracia dominando en la vida nacional y proyectando su triste sombra gris
sobre cualquier ilusión, no la han repuesto; al menos, no a mi alcance. El
mismo Rafael nos contó en sus Dietarios que la película se había perdido en el
viaje a unos estudios yanquis.
No obstante, y tiempo después de haber comenzado
a escribir estas líneas, conseguí no sólo ver la película sino obtener una
copia en vídeo. Todo empezó cuando un compañero de trabajo me dejó una revista
donde se comentaba la edición de La Fiel Infantería en vídeo. La busqué por
todos los locales de alquiler de películas y no la hallé, de forma que recurrí
a insertar un anuncio en EJE, con
tan buena fortuna que un suscriptor me dio noticia de dónde la podía adquirir.
Intento vano, porque estaba agotada. Y
-dicho sea entre paréntesis- ustedes me dirán si no es sintomático el hecho de
que al poco de ponerse a la venta, estuviera agotada la edición.
Venciendo mi timidez, le escribí al citado
suscriptor de EJE rogándole que me
la prestara para verla o -si le era posible-
me hiciera una copia. Y a los pocos días, el caballero en cuestión -cuyo
nombre omito para no crearle multitud de compromisos semejantes- tuvo la
gentileza de regalármela.
Indescriptible, por supuesto, la emoción con que
la vi. No obstante, me defraudó. Y no por la película en si, que está bien,
sino porque no se parece en nada a la novela.
La Fiel -película- tiene el
argumento de La Paz dura quince días; otra magistral obra de Rafael García
Serrano sobre la epopeya del 36, pero que no es La Fiel, ni tiene su
profundidad ideológica, ni su extraordinario estudio psicológico de aquella
generación que decidió matarse porque quería vivir en paz de una vez.
Está bien narrada la historia, sí; pero yo no
esperaba aquello, sino el relato de los días primeros en Somosierra, con el
alumbrado arrepentimiento de la convicción reciente de Mario, que poco antes
nunca creyó que los españoles fueran a llegar a las manos. Con las horas
perdidas de la parada del Norte, cuando el General Invierno daba tiempo a
pasarse a Francia para mirar de lejos las luces y -realidad y símbolo unidos-,
abonar de la más elemental forma la tierra de la nación que alquilaba balcones
con vistas a la Guerra de España. Esperaba el relato de la Academia de
Provisionales de Avila -carreramar y cientocatorce, orden abierto y problema
de tiro en el cajón de arena- con la proclama gibelina del todavía cadete Ramón
en una tarde de ventisca. Y el diagnóstico certero y asombroso -estás loco de abril, Miguél- al camarada
que mira por la abierta ventana los fríos luceros de una noche invernal: Vienes de sus labios y hoy podría ser un
veintiuno coronado por buenas estrellas de marzo. A veces, también yo he vuelto
de unos labios sin saber si me había quedado allí.
* * *
Se
hace necesario -acaso- aclarar el párrafo que antecede. Para mí, que tengo La Fiel Infantería y el Diccionario para un Macuto
como libros de cabecera cuando puedo permitirme el lujo de leer, y para los
conocedores de la obra de Rafael García Serrano, es inútil explicarlo; pero
puede haber quien aún no haya tenido la ocasión de familiarizarse con la prosa
del maestro Rafael, ni -a través suyo, si la edad no le dio para conocerlo
directamente- con aquél tiempo.
Lo
de
carreramar, es la voz de mando que se empleaba en las
Academias de Provisionales para -como la propia expresión indica, una vez
conocida la explicación- poner a la carrera una formación. Viene de las Directivas Circunstanciales de Orden Táctico
y de Tiro, que definían: "Para reunir la escuadra se mandará: A
reunirse. Mar. Carrera. Mar.). Los
hombres se dirigen al lugar donde se halla el cabo, y forman en hilera." De
ahí, la guasa de los Provisionales (y de los Instructores, todo sea dicho)
derivó el vocablo tal como se escribe anteriormente, todo junto, acaso como
disciplinada rebelión ante la frecuencia con que la más leve imperfección era
castigada con carreras de padre y muy señor mio. O quizá con el asombro de
comprobar cómo la carrera batía marcas de perfección, -a primera vista
insuperables- en la ejecución de la maniobra.
El cientocatorce
-así, todo junto también- no es un número cabalístico, sino la cantidad
de pasos por minuto para el desfile en formación. Un buen paso, superior al que
actualmente se utiliza aunque sin llegar a los ciento veinte por minuto con que
los desfiles Legionarios avasallan a cualquier otra formación que les preceda.
El orden abierto -esto si que para ningún hombre requiere explicación, al menos
después de la mili- es el adiestramiento en el combate, y se denomina así por
contraposición al orden cerrado, que es el referente a maniobras en formación,
desfiles, etc.
Lo
del problema de tiro en el cajón de
arena hace referencia a las pruebas que
sufrían los aspirantes a Alféreces Provisionales en la Academia, donde -sobre un relieve
reproducido con arena y piedras, de ahí el nombre- los cadetes tenían que
demostrar sus conocimientos y habilidades en la maniobra y en el emplazamiento
de las máquinas. (Las máquinas
-aclaro, para que no digan-, son, por antonomasia, las ametralladoras;
aunque también se extendía a los morteros que a veces llevaban las Secciones de
Infantería). Basta, por otra parte, recordar cualquier película de tema bélico
para comprender la alusión sin mas problemas.
* * *
La Jura de Bandera y -último acto colectivo de
la Academia- el Himno de la Infantería naciendo espontáneo de un tren atestado
que se abre paso en la noche. Y luego el frente: las marchas nocturnas; las
charlas en la chabola donde el alférez Ramón, misionero, define y explica -una
buena liebre sobre la que tirar todos- la paz que llegará.
Y el tren del hospital, con el sublime delirio
del soldado enfermo que teme ser expulsado del cielo de los limpiamente
agujereados, que ni siquiera reparan en él porque se ocupan en desgranar la
letanía del combatiente. Y el patético Bienaventurados
los que mueren con las botas puestas del que creía haber ganado el derecho
a la muerte sobre el campo, y se enfrenta a la lenta agonía del hospital
-sábanas limpias y aliento apestado, con la muerte trabajando como un buen
funcionario que despacha su cotidiana tarea en el moridero- sin cruces, que no
sin cruz; sin honores, que no sin honor. Sin una mano amiga que enjugue el
sudor; sin una novia que con sus visitas llegue la primavera a una sangre que
se hace otoño aunque presiente el día en que se hará rosal para otras manos de
soldado; para otros ojos que verán la vida reflejada en los de una mujer.
Comprendo que traducir en imágenes la soberbia
prosa de Rafael García Serrano es imposible; y con La Fiel Infantería si que se hace añicos el aserto de que más
vale una imagen que mil palabras, porque ni un millón de imágenes puede suplir
el retrato del alférez Ramón; el autorretrato del Alférez Provisional de
Infantería Rafael García Serrano.
Y no es -repito- que la película esté mal; pero
es otra cosa, y me quedé como un niño al que le enseñaran un caramelo y no se
lo dieran; como el joven que espera salir con una chica -por vez primera los
dos solos- y ella aparece con dos hermanas pequeñas. Y repipis, como
inevitablemente resultan todas las hermanas pequeñas en una situación así.
Tiene, no obstante, un par de escenas de esas
que dejan la boca seca y los ojos húmedos; que marcan el contrapunto a una
película de historia amable: el comienzo, cuando la guerrilla asalta un corral
entre las precauciones normales frente al enemigo, para terminar cobrándose un
espléndido botín de gallinas -la otra novia del soldado-... antes de que el
mortero empiece a cantar. Y el
escalofrío de ver cómo esa escena amable, divertida, casi cómica, se transforma
-trágica pirueta-, en una victoria de la parca.
Otra escena -allá por el minuto cien- es el
acercamiento al frente, después del permiso. Marchan los soldados aún con el
espíritu anclado a la acogedora ciudad que les ha dado cobijo durante unos
días, y la guerra les presenta su tarjeta de visita: en sentido contrario,
hacia la retaguardia, marcha una columna de mulos con la preciosa carga de los
caídos en combate. Eso es algo –a ver quien puede negarlo- que acongoja al más
pintado, así es que el capitán lo soluciona a la española: mandándole a su
asistente que empiece a cantar. No el Himno de Infantería, no el Cara al Sol.
Eso está bien en los desfiles, en las despedidas, o en los momentos en que hay
que jugársela a cara o cruz. Lo que cantan los soldados que marchan en columna
de barullo entre los camaradas muertos, es la tonadilla picaresca y
jactanciosa: los de Barletta somos la monda, viva la madre que nos parió...
Barletta,
el trasunto literario y cinematográfico del Regimiento de Ceriñola, donde
Rafael García Serrano combatió como Alférez Provisional y al que siempre guardó
cariño y fidelidad, de la misma forma que Gambo es la representación de la
Pamplona guerrera.
Tampoco vi -sigamos el recuento- Los ojos perdidos; y si no hubiera sido por los comentarios del maestro en sus Dietarios,
quizá ni me hubiese enterado de su existencia.
Si tuve ocasión, en cambio, de ver Ronda
Española. Y la aproveché, faltaría más. Fue en el cineclub de El Alcázar, donde también asistí a la
proyección de Novios de la muerte, película -lo dice claramente el título- de
tema legionario, que ya había disfrutado a poco de su estreno, algunos años
antes. Lo que pasa es que en aquél tiempo -1974 ó 1975- yo no había oído hablar
nunca de Rafael García Serrano ni -por supuesto- lo había leído. Y no por mi
culpa, sino por obra de los ilustres autores de los libros de texto que estudié
en el bachillerato. Para finales de 1982 o principios del 83 si que había oído
hablar y -sobre todo- había leído a Rafael García Serrano. Por eso, cuando me
enteré de que la pantalla del cineclub de El
Alcázar reviviría la aventura de la Sección Femenina, nada me hubiera hecho
perdérmela. Y eso que aún no había entablado relación con el libro, que estaba
agotado y no vería otra edición hasta unos años después.
Queda aún otra película con guión de Rafael
García Serrano en mi cuenta personal: A La
Legión le gustan las mujeres, de la que no tuve noticia hasta que un
buen día la alquilé en un video club por simple curiosidad -aunque sin mucha ilusión- y me
encontré la sorpresa de ver el nombre del maestro entre los guionistas. Aún me
esperaba otra sorpresa mayor, y fue la de encontrar al propio Rafael García
Serrano como actor, si bien en una aparición pequeñísima que hube de ver varias
veces hasta cerciorarme de que efectivamente se trataba de él.
Muchos años después, y también por mera
casualidad, llegó a mis manos otra película cuyo guión firmaba el maestro
Rafael. Se trata de La Patrulla, una loa a la camaradería en la
que también se puede ver algún ligero retrato autobiográfico del propio Rafael,
en ese corresponsal español destinado en la Roma sojuzgada por los vencedores
de la Segunda Guerra Mundial.
En todas estas películas de Rafael García
Serrano -en las últimas mas, porque ya estaba el enemigo en puertas, o dentro-
se observa inmediatamente la carga ideológica y, sobre todo, ese estilo -forma
de ser y de pensar- que marcó una época. Y uno de mis sueños preferidos
-especialmente cuando sufro la bazofia anglosajona con que la televisión
considera oportuno castigarnos- es la de llevar al celuloide -o a lo que
actualmente se use- todas y cada una de las obras de Rafael García Serrano;
hacer de cada novela una larga serie, para que no se pierda una sola frase, una
sola palabra, un solo giro gramatical. Y prometo incluirlo en mi programa
electoral, para que se enteren los analfabetos de litrona y porro de cual sería
una auténtica política de protección a la cinematografía.
Pero es en los escritos -novelas y artículos-
donde se aprecia la enorme calidad literaria de Rafael García Serrano. Parecen
escritas para él las palabras de Eugenio D'Ors a propósito de Quevedo:
Para
mi gusto, Quevedo es el primer escritor castellano. He dicho escritor. Hay
clásicos y clásicos. Quevedo, como Fernando de Rojas, como Santa Teresa, como
Góngora, dan la impresión de estar creando en cada momento el lenguaje en que
se expresan. Los dos Fray Luis, por el contrario, parece que lo hayan recibido
ya hecho y que lo soporten. Cervantes ocupa un lugar intermedio...
...¡Qué vocablos
nerviosos y linajudos, como potros finos, los de Quevedo! ¡Qué rápidas y perfectas
cópulas de sustantivos y adjetivos! ¡Qué salto de elipsis, qué trágica bacanal
en el hipérbaton!... ¡Y aquél impulso frenético que fuerza las nociones
vestales y es causa de que los mismos verbos intransitivos se vuelvan
violentamente, prolíficamente transitivos!...
En
medio de esta orgía de fuerza brilla de pronto la inteligencia hecha malicia,
con el frío resplandor de una navaja española en la revuelta confusión de un
fandango popular.
Pues pongan ustedes Rafael García Serrano donde
dice Quevedo, y tengan por seguro que el mismo Eugenio D'Ors no tendría el
menor inconveniente en firmar el cambio. Al menos, no creo que le importara la
utilización que a sus frases doy para expresar lo que opino del maestro Rafael.
Y mucho más que me gustaría decir, si fuera capaz de hacerlo. Lo que pasa es
que no logro traducir en palabras todo lo que me hierve por dentro, y si fuera
a repetir cada frase a la que encuentro un significado especial, esto se
convertiría en una colección de citas de Rafael García Serrano. Con lo cual ustedes -sobre todo si hay
alguien que no sea lector incondicional suyo- saldrían indudablemente ganando,
pero me podrían echar en cara que me voy por la tangente de la forma más fácil
y menos comprometida.
No es que sea comprometido, pero siempre es
desagradable contar las propias frustraciones. Ya les he dado cuenta de una de
ellas, que es la de no haber conocido personalmente a Rafael García Serrano.
Ahora me van a permitir ustedes -a ver qué remedio les queda, como no sea el de
pasar dos o tres páginas- que les hable de otra. En cierta manera, utilizo este
libro a modo de psicoanalista: eso que ahora hace tanta gente para -al hilo de
la moda impuesta por las películas yanquis- darse una importancia de la que
carecen o -lo que es mas triste- de la que creen carecer. Van al psicólogo en
un intento -lógica e inevitablemente
vano- de que los convenza de que no están vacíos. Lo que ocurre es que sí que
lo están; bien por esterilidad emocional, bien por incapacidad de entender
que la vida no vale la pena de ser
vivida si no es para quemarla al servicio de una empresa grande, por decirlo
con palabras bien altas y nobles, pertenecientes a aquél joven universitario
que fusiló la izquierda con las armas que había cargado la derecha, porque a
ambas les molestaban sus verdades. Nunca se atreverán a entender que -dicho de
otra manera- con un pico y una pala, o
con un fusil, se curarían el noventa y nueve por ciento de las crisis
espirituales, como afirmaba el alférez Ramón de La Fiel Infantería. Con
cualquier cosa, en resumen, que dé sentido y plenitud a la vida.
Viene todo esto a cuento de que, durante varios
años, logré dar un contenido a mi existencia a través de la militancia
política, lo mismo que otros lo buscan en las botellas o las jeringuillas. No
sé si me equivoqué, en vista de cómo van las cosas; pero teniendo en cuenta
que, si fuera un alcohólico o un drogadicto y aún no hubiera conseguido morirme
de sobredosis, a estas alturas no hubiera leído a Rafael García Serrano, creo
que mereció la pena elegir este camino.
Eso fue mi pico y mi pala. Y luego, andando el
tiempo, me hice con el fusil. Mi fusil fue una publicación que se llamó Cruz de los Caídos, en honor al monumento que delimitaba la
confluencia de los Distritos madrileños de Ciudad
Lineal y San Blas. Eran los días del mayor auge de Fuerza Nueva, y los mencionados Distritos, -ejemplarmente mandados
y organizados por Alfonso Navarro- eran los editores de la revista. Tiramos
mucho y bien desde sus páginas, hasta que una cacicada obligó a su desaparición
en el Número 12 -marzo de 1981- y culminó con la expulsión de Fuerza Nueva de
varios camaradas. Pero aquello es agua que no va a mover molino, y el tiempo
transcurrido me permite contarlo sin rencor, aunque no pueda evitar la
decepción. Aquella publicación, y una posterior -Así- editada por el
Distrito de Ciudad Lineal de Falange Española de las JONS -de donde hubimos de
marchar porque nuestra amplitud de miras nos llevaba a intentar unir en vez de
separar, parcelar y empequeñecer- fue, en lo personal, la tabla de salvación
-pico, pala y fusil- que me mantuvo a flote. Eran publicaciones modestas,
puramente artesanales. En ellas, sin embargo, aprendí casi todo lo que sé al
respecto; equivocándome, que es una escuela dura y eficaz, y que me hizo
atreverme a aceptar el encargo de la dirección de EJE. Que -dicho sea al
hilo- fue, no ya un fusil, sino una ametralladora -la fusila loca de los
africanos, que copiaron el modismo de los harkeños-
en el momento en que más cerca he estado de tocar fondo en toda mi vida. Y en
el que ya no me quedaba voluntad ni ganas para salir a flote.
De forma que creo que sí mereció la pena meterme
en estos berenjenales de la militancia política y el periodismo aficionado, que
en nada se parece al profesional, y más de un curtido lobo de redacción se ha
dejado los dientes en una empresa como las citadas. Al menos, hice durante
estos años algo mucho más útil y digno que lamentarme por las esquinas, y que
-en línea de mínimo- sirvió de distracción a los demás.
Y esto a pesar de que -y aquí enlazo con el
párrafo donde empecé a hablarles de mis frustraciones, perdonen la digresión-
tampoco haya conseguido hacer realidad uno de mis sueños: ver, en una
publicación dirigida por mí, un artículo del maestro. Hubiera preferido -ni que
decir tiene- que él fuera el director que me publicara algo; pero siempre he
sido consciente de mis limitaciones y he sabido que tal cosa nunca sería
realidad.
Lo otro -que él escribiera para mi publicación
empecé a creerlo posible cuando tuve constancia de la enorme generosidad de
Rafael García Serrano para todos los que luchaban por lo mismo que él creía. Y
cuando supe que había cedido algunos poemas suyos para que los publicara el
grupo literario falangista Poesía que
Promete, me convencí de que -en alguna ocasión, de alguna forma- podría
lograr mis deseos y ver mi nombre impreso junto al suyo.
Aquél pequeño tomo de poemas -desangelados, los
llamó Rafael García Serrano- fue una revelación para mí. No voy ahora a sentar
plaza de pelota, porque quien me conoce sabe que no es ese mi estilo, y porque
sé que al maestro no le gustaría. Es cierto que casi ninguno de los poemas es
gran cosa -literariamente hablando- y lo digo desde el absoluto convencimiento
y la fuerza moral de saber que la poesía es un campo vedado para mí. Al menos,
si no quiero hacer el ridículo. Los de Rafael son poemas sin ángel -él mismo lo advierte en el prólogo
que escribió para presentarlos- pero con un vigor y una intensidad tan
extraordinaria como sus mejores prosas. Y hay uno -la Canción del soldado que no tenía novia, del que antes les
hablé-, que vale por veinte libros de filosofía. Y que confieso que me sé de
memoria, lo mismo que muchas frases de sus novelas y artículos -como eso de que del diálogo no brota la luz, sino el hematoma-
lo cual me ha valido algún pequeño éxito en ocasiones, bien que siempre he
citado la procedencia, porque uno es agradecido.
No quiso el destino que se hiciera realidad el
deseo de publicar algo de Rafael García Serrano en una revista dirigida por mí
por la sencilla razón de que, cuando dirigí modestas publicaciones de partido,
no tenía a nadie que me pudiera acercar al maestro; y cuando esa aproximación
hubiera sido posible, no tenía publicación que dirigir. Circunstancias,
abandonos y deserciones que ustedes sin duda recuerdan, dejaron a muchos
españoles -entre los cuales me encontraba- sin ninguna agrupación política
donde prestar sus modestos servicios. Y para cuando Juntas Españolas decidió lanzar la publicación EJE, y Jorge Cutillas tuvo el valor de jugársela poniéndome al
frente de ella, Rafael ya había muerto.
Fue el día del Pilar de 1988: un día desgraciado
a partir de ese año, se lo mire como se lo mire. Al menos para mí, y por otras
razones además del fallecimiento del maestro Rafael, ese será un día gafado
mientras tenga memoria de él. Y no creo que lo olvide fácilmente, porque en
torno a esa fecha convergen todas mis frustraciones y derrotas.
Dice la voz popular que, para que una vida sea
plena, hay que hacer tres cosas en ella: plantar un árbol, tener un hijo y
escribir un libro.
Pues bien: del árbol mejor que ni les hable. No
tengo terreno donde plantarlo, y seguro que el arbolito prefiere permanecer
desarraigado -o en la precaria infancia de un vivero- a sufrir un trasplante a
mis manos, lo que probablemente supondría su sentencia de muerte.
Del hijo tampoco merece la pena hablar: me falta
la condición indispensable; el requisito previo ineludible de estar casado. Y
lo digo así de tranquilo, sabiendo que la fama de carca que esto me va a proporcionar
es de las que no se borran ni al final de los siglos; máxime cuando lo que está
de moda es lo contrario, y hacer una confesión como la antecedente puede darme
mala fama incluso entre las mujeres más modosas. En fin: si el día del Juicio
Final, a última hora de la tarde -y cuando ya el ángel de la trompeta esté morao de tanto soplar- se encuentran con
un individuo que lleva colgado del cuello un cartel que diga ultra, sepan ustedes que seré yo. Y a
mucha honra.
Del libro -de eso se trata, y lo digo por si mis
digresiones les han despistado- si tengo algo que hablar. Este es mi
libro. Ya sé que estos folios son bien
poca cosa; y que mas que estar orgulloso de ellos, debería avergonzarme de
colarlos entre las distinguidas y valiosas firmas entre las que la casualidad
me ha abierto un hueco. Pero esto es lo que hay, y quien da todo lo que tiene
no está obligado a más. Yo doy aquí lo mejor de lo que soy capaz. Y no sólo por
la cuenta que me trae -a nadie le gusta hacer el ridículo, y hay que apretarse
bien los machos para meter unos folios entre las firmas que aquí figuran- sino
porque si algo en el mundo merece la pena del máximo esfuerzo es cumplir con el
maestro.
En el fondo, para él escribo. Esta es la
conversación que nunca mantuve con Rafael García Serrano, aunque quede huérfana
de su respuesta. Huérfana a medias, porque él, en cada uno de sus libros me
dice algo nuevo cada día; algo que responde mis preguntas; que da solución a
mis dudas, que me enseña a ser mejor o -al menos- a intentarlo.
El ya sabe todo esto que escribo y -mas
importante aún- todo lo que callo, y el por qué. Él sabe que -como director de
publicaciones- jamás he censurado un artículo de nadie; acaso porque no soy
liberal, que -según el propio Rafael decía, y bien que lo comprobó y sufrió a
lo largo de su vida- es la fauna mas propicia a establecer censuras. En cambio,
también sabe el maestro que, si estos folios son mi libro -ese que toda persona
debe escribir, según el dicho popular- no es por falta de cosas que decir, sino
porque pienso que mejor hago callándolas. Sobre mí mismo si aplico la más
férrea censura, y supongo que Rafael hacía lo mismo en los momentos de
desánimo, para no dejar traslucir mas que su fe y sus ideales.
Por eso me tengo vetado, desde hace mucho,
escribir algo que no sean los comentarios de actualidad de mi sección de EJE. Dar la opinión personal sobre los
desaguisados que perpetra la fauna política, es algo a lo que poca gente se
resiste, máxime si puede hacerlo en papel impreso y en un medio de comunicación
que -como es el afortunado caso- cuenta entre sus lectores a mas de una
personalidad cuyo nombre alegraría las pajarillas de mas de uno, y poblaría de
fantasmas las noches miedosas de muchas malas conciencias.
Pero, en definitiva, ya va siendo hora de que
deje de hablarles de mis motivaciones particulares y les cuente, como les había
prometido, el nacimiento de este libro. La idea surgió de la carta de un
suscriptor de EJE que nos proponía
la realización de un homenaje a Rafael García Serrano.
No es que nos propusiera editar un libro, aunque
si que sugería lo magnífico que sería hacer unas Obras Completas del
maestro Rafael. Lo del libro en su homenaje fue idea nuestra, una vez
comprobado que otros varios proyectos de homenaje eran inviables por razones de
economía o de tiempo. Aún así, nos ha pillado el toro del calendario, y este
libro, que estaba previsto editar para el primer aniversario de la muerte de
Rafael García Serrano, saldrá -si hay suerte- para el segundo.
(Entre
paréntesis: eso creí, al escribir lo que antecede, con un optimismo que a la
vista queda. Si hay suerte, no habrá sido para el segundo, sino para el cuarto
aniversario. Y si no, Dios dirá. Fin del paréntesis).
***
(Y
otro paréntesis: no fue para el cuarto, ni el quinto, ni el vigésimo. Va a ser
-quizá- para el vigesimonoveno, que coincidirá con el centenario del nacimiento
del maestro Rafael.
Y, en cierta forma, por chiripa, puesto que de
este asunto del libro, que en su día no pudo ser, ya nadie -salvo quien
suscribe-, se acordaba, y por la sencilla razón de tener todavía en mi poder
los originales que en su momento nos fueron remitidos.
El año anterior (o sea: 2016) di en recordar en
mi blog que al siguiente se cumpliría el centenario, pidiendo a quien tuviese
ocasión y medios que lo recordara. Ignoro si aquél aviso ha tenido alguna
influencia en la conmemoración -mi vanidad no llega hasta el extremo de pensar
que sí-, pero si sirvió para recordarme que aún tenía aquél proyecto de libro
entre mis papeles y -acaso más importante en la actualidad- lo tenía también
debidamente digitalizado.
Como aquello, en mi opinión, no iba a tener
salida alguna, decidí sumarlo a la conmemoración del centenario publicándolo en
mi blog, y así lo anuncié. El blog se llama -por si ustedes gustan- Mi Libre
Opinión, igual que se llamaron mis secciones en EJE y en La Nación, y no hace
falta indicar que no es un referente de Internet precisamente y que, aunque en
su día -antes del desgraciado advenimiento de las redes sociales, que
prácticamente han acabado con la presencia nacional entre la llamada
blogosfera- tenía unas decenas de visitantes al día, ahora es prácticamente un
simple desahogo personal.
No pensé, pues, que publicar este libro en
formato digital en mi blog fuera a tener mayor trascendencia. Pero resulta que
alguna de las personas ligadas a la organización del centenario tuvo noticia de
ello, y se ha vuelto a la idea originaria de publicar el libro en la forma en
que se deben publicar los libros, recabando nuevas colaboraciones y dándole la
dignidad que merece.
Esperemos que esta vez si sea la buena, y fin de
este nuevo y largo paréntesis).
***
Como novatos en estos temas, lo único que se nos
ocurrió fue pedir su colaboración a cuantos periodistas, escritores y figuras
políticas afines pudimos encontrar. Nos dirigimos en demanda de su ayuda a
dieciocho famosas figuras, y las respuestas aquí las tienen los lectores.
Pensé -porque soy un individuo con muy mala
idea, sobre todo si me tocan los temas sensibles- incluir una lista con los
nombres de las personas a quienes demandamos su colaboración para este
homenaje, y dejar que el propio lector emitiese el juicio correspondiente sobre
los que, habiendo sido llamados, no tuvieron a bien responder. El tiempo
transcurrido me ha hecho recapacitar, y he llegado a la conclusión de que los
que no han sido capaces de remitir unos folios en recuerdo del camarada que se
fue, no merecen que sus nombres figuren junto a los de aquellos que acudieron a
la llamada ni -aún menos- junto al del maestro. Ni siquiera merecen el oprobio
de que todo el mundo conozca su actitud, porque su mezquindad enturbiaría las
limpias páginas de los que dieron el paso al frente a la primera insinuación.
(Nuevo paréntesis: ni siquiera ahora, al cabo de
casi treinta años, quiero dar aquella lista de los que -cada cual con los
motivos que tuviera- no acudieron a la llamada. Quizá pueda, incluso, ocurrir
que quien entonces se descolgó -recuerdo una negativa especialmente dolorosa-
se una ahora. Bienvenido sea, en todo caso).
Mientras estaba el libro en periodo de
gestación, recibimos un consejo que nos hizo meditar bastante tiempo. Se
trataba de dar a esta obra una envergadura mucho mayor, editándola con los
mejores medios y contando con firmas que -se nos decía- aunque fueran
políticamente opuestas a Rafael García Serrano, siempre habían considerado su
valía literaria. Dudamos mucho, porque esta propuesta significaba realizar un
homenaje a la altura que el maestro Rafael merece; pero nos temíamos que la
aventura nos viniera grande. Por último, decidimos seguir la idea inicial.
Mas modesta, rayando en la pobreza, pero mas
nuestra. No teníamos dinero para pagar colaboraciones, ni pensábamos que
mereciera figurar en éstas páginas quien pusiera precio a su homenaje. Por muy
importantes que fueran las firmas que hubiéramos logrado incluir, no era eso lo
que deseábamos. Queríamos hacer una tertulia de amigos; un fuego de campamento;
una reunión de veteranos que, en una chabola de este frente literario y
periodístico en el que nos movemos, recordaran junto a la hoguera al camarada
que se fue.
Rafael García Serrano fue siempre liberal, en el
buen sentido de la palabra: en sus relaciones personales con aquellos que, aún
pensando de forma distinta, tenían la honradez por bandera. Eso es cierto; pero
una cosa es un trato educado y correcto, y otra muy distinta la amistad y la
camaradería. Una cosa es respetar y darle la mano al adversario -al que se lo
merezca, claro- y otra muy distinta darle un abrazo, llevarle a tu casa o
presentarle a tu novia.
En fin: quizá otros hagan un libro mejor, con
mas aportaciones y más medios; otros, tal vez, lograrán un gran éxito
editorial. Nosotros sólo queremos rendir un homenaje al camarada que se nos fue
a los luceros. Queremos hacerlo a nuestro aire, a nuestro estilo. Con la
solemne informalidad de una reunión de viejos soldados que comparten los
recuerdos. Y el vino. Estamos seguros de que Rafael lo hubiera preferido así.
Elegimos -elegí, que aquí cada palo debe
aguantar su vela, y bueno es que ustedes sepan de quien es la culpa si lo
consideran una forma de ahorrarnos trabajo- para el libro el mismo título que
Emilio de la Cruz Hermosilla dio a su colaboración. Palabra que no fue por no
pensar otro; ocurre, sencillamente, que definía perfectamente nuestra
intención. Si Dios también anda entre los pucheros, como decía Santa Teresa de
Jesús, bien puede este libro ser una oración por nuestro camarada, amigo y
maestro.
Y esto es todo. El resultado lo tienen ustedes
en sus manos. Esperamos que les parezca digno de la ilusión y el cariño que
hemos puesto en él y -particularmente- del hombre a cuya memoria está dedicado.
Porque esto no es otra cosa que nuestra Oración
por Rafael, a quien rogamos que interceda por nosotros para que seamos
capaces de perseverar en el esfuerzo, como él siempre hizo.
Hasta luego, maestro. Quizá algún día me dejen
pasar a verte un ratito, y podamos charlar de todo esto en el Paraíso que te
has ganado a pulso. Ese Paraíso difícil, erecto, implacable, donde no se
descansa nunca y que tiene, junto a las jambas de las puertas, ángeles con
espadas. O con viejas máquinas de escribir, que también sirven para luchar por
lo que uno cree, y bien que lo has demostrado.
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