Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

lunes, 5 de mayo de 2014

SOBRE UN DEBER ELEMENTAL.

No tengo ganas de escribir, pero quiero escribir. 

Escribir, para mí, es vocación, y diversión, y pasión, y devoción. También es -por respeto a todos y cada uno de los que me lean- obligación alegremente asumida. 

Tengo ganas de encerrarme en mí mismo y darme tiempo para trasegar la irremediable orfandad, no por esperada menos dolorosa. Pero hacerlo así sería faltar a los más elementales deberes de agradecimiento con los amigos y camaradas que me han mostrado su pesar por mi pérdida. 

Sería faltar a la justa correspondencia de cariño a mi camarada Arturo. A mi camarada Eloy. A mi Coronel. A mi entrañable amiga catalana. A mi querido amigo criollo y andaluz, y a mi querido amigo francés. A los amigos y camaradas que han dejado su pésame en este mismo diario, y que ahí quedan como muestra del gradecimiento que les debo.  

Sería faltar a la cortesía de mi camarada Pedro, que con la señorial hidalguía española de la mejor cepa, acudió a darme el primer abrazo personal tras una relación casi exclusivamente epistolar.

Ellos saben quienes son cada uno. No quiero dar más detalles ni exponer sus nombres públicamente, pero en mi corazón los llevo.

También saben que los llevo en mi corazón esos amigos que nunca faltan, que sin pensárselo dos veces vinieron desde Valladolid para acompañarme.

No tengo ganas de escribir, pero se que mi madre hubiese deseado que, como bien nacido, mostrara mi agradecimiento sin dilación.

Mi madre ha muerto como vivió; sin una queja y con una entereza que para mí quisiera. 

No se si a alguien le habrá parecido mal que le dedique en este diario el toque de Oración. Me da lo mismo. De ella y de mi padre aprendí el Cara al Sol, y ella sufrió lo que sólo una madre puede sufrir cuando -allá por mi mocedad- pasaba las noches pegando carteles hasta la madrugada, o cuando la policía nos retuvo a veinte camaradas por pegar carteles -eso sí, una semana después del 23-F-, bajo la especie de que carecían de pié de imprenta. 

Revolviendo hoy entre viejos papeles, he encontrado una hoja en la que fue anotando, con la minuciosidad del cariño, cuándo me salió el primer diente, cuándo di el primer paso, cuándo dije la primera palabra, qué enfermedades infantiles pasé... Y al lado -con el orgullo que sólo una madre puede sentir- un ejemplar del primer número de la primera publicación que dirigí.

Lo que soy, lo que pueda valer si algo valgo, se lo debo a ella. A ella y a sus dos hermanas -mis tías Remedios y Carlota- que siempre vivieron con nosotros, porque mi padre falleció demasiado pronto. Lo bueno que tenga, de ellos me viene. Lo malo, y lo menos bueno, es culpa mía, por no haber sabido ser mejor.

* * * * *

(Quien lo desee, puede visitar la página que la compañía de seguros ha hecho en su recuerdo y, si lo tiene por conveniente, dejar algunas palabras. No la hubiese yo hecho así, pero bueno, ahí está...)

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