Hay ocasiones en que el espectador de un acontecimiento tiene constancia de estar viviendo un hecho histórico. Hay ocasiones en que sólo el paso de los años, tal vez decenios, permite señalar un acontecimiento como frontera entre épocas.
Hay otras en que entre el hecho inicial y el final de una transformación, media un tiempo largo, que sólo al cabo de los siglos se entenderá como algo ligado. Así -por no irnos a las guerras europeas de cien años o de veinte, que antes estudiábamos en una lección y ahora ni siquiera se estudiarán- tendríamos la Reconquista española.
A riesgo de resultar pedante, tengo para mí que el hundimiento de la civilización occidental comenzó en la farsa de Nuremberg, donde los vencedores -uno de ellos antiguo cómplice de los supuestos crímenes- juzgaron a los vencidos por delitos no tipificados anteriormente a la comisión de los mismos. Esto, que hubiera horrorizado a los creadores -españoles- del derecho de gentes -esto es, el Derecho Internacional que rigió las relaciones entre los Estados durante unos quinientos años-, pudo ser el pistoletazo de salida que marca la carrera hacia una nueva barbarie, en la que toda guerra es justa si se gana, y en la que el único crimen de guerra que no se perdona es la derrota.
Han hecho falta, tras aquella vergüenza de Nuremberg, casi tres cuartos de siglo para que otro hecho -aparentemente irrelevante- pueda servir de punto final a la transformación de la civilización en barbarie. Evidentemente puedo equivocarme -lo más seguro es que lo haga- pero tengo la impresión de que la escala obligada del avión presidencial de Evo Morales en Viena, a cuenta de la negativa a permitirle el paso por su espacio aéreo varios países europeos, puede ser ese punto final del mundo que hemos conocido.
Sabido es que el señor Morales no es santo de mi devoción, que en ocasiones diversas he escrito que me parece un fantoche, un mentiroso, un indocumentado y un payaso. Pero ahora no tengo más remedio que darla la razón cuando dice -véase La Gaceta- que esto no es una provocación a Evo Morales, sino a Bolivia y a toda Latinoamérica. Es una agresión a América Latina de algunos países europeos.
Bien; salvando la gilipollez de la América Latina, don Evo -probablemente sin saberlo- acierta de pleno. Porque nada -al menos en tiempo de paz- justifica la prohibición al avión presidencial de un país de surcar el espacio aéreo de otro.
Además, este tipo de aeronaves -como los buques de guerra y las embajadas- gozan de extraterritorialidad, y por mucho que se pueda imaginar que en ellas viaja un perseguido, nada justifica la vulneración de tal privilegio consagrado en el -quizá extinto- Derecho Internacional.
Por lo tanto, este hecho -si se quiere, menor- de la retención del avión del Presidente boliviano, nos hace entrar de lleno en una nueva etapa en la que -arrojada toda careta de legalidad- la real gana de los poderosos impone sus deseos sin disimulo.
Se me dirá que siempre ha sido así. Y responderé que en la España imperial, el monarca más poderoso de su tiempo no sólo respetaba, sino que inventaba el Derecho de Gentes para poner coto a su santa voluntad. Claro, que aquél rey era Carlos I y el mascarón de proa del imperio de hogaño es un cómplice de asesinatos múltiples y de descarados robos cometidos por sus huestes.
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