Tengo, como cada uno, mi opinión sobre muchas cosas. No sobre todas, porque -como todos los seres humanos racionales- no creo conocer todas las cosas.
Tengo, pues, mi opinión sobre el Papa Francisco. O mejor, sobre don Jorge Mario Berglogio. Y la distinción es importante, como se verá.
No me voy a meter en cuestiones teológicas, para las que no estoy preparado ni tengo vocación. Creo en la asistencia del Espíritu Santo en lo referente a los Dogmas de Fe, pero no creo que la misma se extienda a los dogmas de la política terrenal.
Por ello, he tenido mis diferencias políticas con la ideología terrenal del Papa Francisco, al que he solido llamar cura Paco en referencia que, para quienes vivieron o conocen la llamada transición, no requiere explicaciones; pero que -dicho sea para quienes no sufrieron aquella época indigna y marrullera- recordaba a cierto cura del momento.
Pero, precisamente ahora, en la defunción de don Jorge Mario Berglogio, no debo callar sobre algo que, en mi opinión, deja claro -no diré a la persona, que es cosa demasiado íntima- sino al personaje.
El personaje que quiso crearse públicamente, y que comenzó con la renuncia a ocupar los aposentos del Vaticano dedicados a los Pontífices, para dar impresión de pobreza, de renuncia a los oropeles, de humildad. Sin pensar en los trastornos que su decisión iba a producir en los protocolos de seguridad y de servicio; porque el Papa no va solo, va rodeado de una escolta, de una guardia, de unos ayudantes, de un servicio doméstico. Porque un Papa necesita una residencia adaptada a las necesidades de seguridad, de protección, de comunicaciones... No es un hombre, es un Gobierno el que hubo que trasladar.
Y ahora, además, descubro que tampoco será enterrado en el Vaticano. ¿Otra muestra de humildad?
Pues miren: para mi -y Dios me perdone si me equivoco, porque sólo Él puede conocer lo que hay en el alma de cada uno-, se trata de una forma de llamar la atención; una forma de ser distinto, de ser diferente, de dar apariencia de mayor cercanía, de mayor humildad. De ser mejor que sus predecesores. Y una forma, por tanto, de convertir la soberbia en virtud.