Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos, no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama traición.

José Antonio Primo de Rivera.
(F.E., núm. 15, 19 de julio de 1934)

martes, 22 de septiembre de 2015

SOBRE UN FUTURO ANUNCIADO Y LO DE CATALUNLLA.

Catalunlla, que como todos ustedes saben, si son habituales, no tiene nada que ver con Cataluña, y vaya esto por delante -una vez más- para evitar malas interpretaciones.

Lo de Catalunlla -o sea, lo del separatismo catalanista- no es cosa de hoy, ni de las últimas elecciones locales de aquella región. Lo de la Catalunlla cutre, aldeana, ombliguera, mentirosa, excluyente y ceporril viene de tan lejos como 1976, por no irnos a la pérdida de Cuba que dio origen al egoísmo burgués del arancel protector de las pelas retornadas de América.

Lo de Catalunlla viene de la complicidad de todos los Gobiernos españoles desde la Tra(ns)ición, que se han bajado sucesivamente los pantalones ante los cenutrios aldeanos del separatismo y han vendido por un puñado de votos la Justicia, las Leyes, la Constitución -cosas todas ellas que no valen una mierda para ustedes- y a España, nombre prostituido bajo ese ridículo epíteto de Estado español.

Lo de Catalunlla -el jaleo pasado, el actual y el que vendrá, que no será manco- tiene unos culpables genéricos, que son todos esos pasmarotes que no saben que fuera de su ombligo existe un ancho mundo, y que para asomarse a él o son españoles o no son nadie; todos esos ceporros reconvertidos al separatismo para disimular un apellido castellano, andaluz, gallego, aragonés o extremeño, dignos de la mayor honra, y no ser encuadrados entre la charneguía que el catalanismo desprecia aunque le ha dado de comer.

Lo de Catalunlla tiene, además, unos culpables con nombre y apellidos. Y los apellidos no son sólo los de Pujol y Mas -adscritos al separatismo desde el principio del descojonamiento-, sino los de Maragall -el sociata que quiso ser más separatista que los separatistas- y los del charnegazo Montilla, felizmente desaparecido del panorama, o acaso colocado en alguna empresa de esas cuyas pérdidas pagamos todos, especialmente los de Madrit.

Lo de Catalunlla tiene, incluso, otros culpables con nombre y apellido. Los apellidos que cualquiera recuerda asociados al caserón de La Moncloa, desde su primer usufructuario, Suárez, el gran felón, y sin saltar comba en los siguientes: Calvo-Sotelo Bustelo -que en su brevedad no movió un dedo-; González -que recurrió al pujolismo para mantener sus posaderas en la Bodeguilla moncloaca-; Aznar -que, en palabras de Pujol, entregó al separatismo para conseguir el sillón presidencial por vez primera más de lo que González en doce años-; Zapatero -que apuntaló a Maragall declarando que el aprobaría en Madrid lo que Maragall hiciera en Barcelona, resultando un Estatuto ilegal y base de lo de hoy-; y Rajoy, que con mayoría absoluta no ha movido un músculo de su jeta para poner coto a los desafueros que han desembocado en esto.

Puestos a repartir culpas, no se quedan atrás todos esos empresarios que han tirado de la cuerda hasta la casi ruptura, implorando subvenciones disfrazadas de política fiscal que les beneficiara, aunque perjudicase a los demás españoles, y ahora advierten que la separación de España les puede obligar a marcharse de Cataluña.

No se quedan atrás los bancos que han protegido al separatismo cuando veían que les era útil para aumentar beneficios, ayudas o moratorias, y ahora ven con horror que o se marchan de Cataluña, o se quedan sin la clientela del Estado español, sin el paraguas del Banco de España y sin los rescates que hemos pagado todos los españoles.

No se quedan atrás instituciones y entidades que nada tienen que ver, a priori, con la política, pero que de la política separatista han hecho bandera y causa, hasta casi convertirse en símbolo, y ahora se pueden encontrar con un F.C. Barcelona que juegue la Liga contra el Espanllol como máximo adversario. Lo cual, ciertamente, les garantizaría el campeonato anualmente; al menos, hasta que la caída de ingresos televisivos y publicitarios les obligara a traspasar a todos los jugadores de primera línea.

No se quedan atrás todos los que han apoyado al que consideraban nacionalismo moderado -hasta hace tres días, el de Mas y Durán- en busca de más autonomía, más transferencias, más beneficios; más quedarse con la industria que pagamos entre todos los españoles -aunque fuese vía aranceles en los finales del XIX y comienzos del XX- sin entregar nada a cambio; más catalanización exclusivista, capaz de negar horas lectivas en español y de rechazar inmigrantes hispanoamericanos, pero abrazar a los de origen africano para que aprendiesen el catalán como lengua única. Los que exigían el doblaje de las películas extranjeras al catalán, subvencionándolo generosamente, aunque no las fueran a ver mas de dos docenas de despistados.

No merece la pena hablar de los imbéciles -término clínico, ojo- que se han inventado una Historia más próxima a las historietas que a la realidad. Los que confunden la derrota de los partidarios de Carlos de Austria frente a los de Felipe de Borbón -hablo del siglo XVIII, señor fiscal- con una guerra contra España; los que -ya puestos- aseguran que eran catalanes Cristóbal Colón, Santa Teresa de Jesús o Hernán Cortés. Estos pobres desgraciados no son mas que ignorantes, que por no tener conocimiento de las sublimes grandezas de su región, echan mano a las de otras.

Sin embargo, si hay que hablar de todos los que -desde posición con autoridad- han permitido que tales estupideces -otra vez término clínico- se difundan y enraícen, formando un clima propicio a cualquier necedad, cualquier bellaquería y cualquier aberración.

Y, por supuesto, no se quedan atrás en el reparto de culpas todos los politicuchos de esta hora, incapaces de hacer frente común al separatismo, encabezados por el señor Rajoy, con su tancredismo obtuso, incapaz de tomar las medidas que las leyes le permiten. Medidas como evitar -con los medios a su alcance- aquella payasada de referéndum, no sólo ilegal, sino carente de cualquier credibilidad; evitar la propaganda de los medios de comunicación de titularidad pública; evitar las soflamas independentistas, evitar la presentación de estudios para -¡pásmense!- el futuro Ejército de Catalunlla. Y de hacerlo, repito, con los medios que la ley le autoriza: con el entrullamiento de los promotores de las consultas ilegales; con el encarcelamiento de los enaltecedores del odio; con el entalegamiento de los gilipollas que apologizan el delito de secesión y preparan ejércitos futuros. Y, por supuesto, con la aplicación del artículo constitucional que permite la suspensión de las autonomías.

Establecidos los precedentes, quedan por ver las soluciones. Soluciones difíciles, tras cuatro décadas de permisividad culpable, de echar la cara a otro lado, de permitirlo todo, como si el ser demócrata estuviera reñido con la aplicación de la Ley, cuando la mayor legitimación de cualquier Estado y de cualquier Gobierno es, precisamente, su cumplimiento a rajatabla y para todos por igual.

La única solución posible, pasa por suspender la autonomía de la región catalana en cuanto del nuevo parlamentillo autonómico surja la menor proposición ilegal, con el encarcelamiento de todos los que se insinúen a favor del delito de secesión. Suspender la autonomía por las décadas necesarias para limpiar el lavado de cerebro, el adoctrinamiento sufrido por la población residente en la Cataluña dominada por los canallas. Eso, quizá haría innecesaria la aplicación del artículo 8º de la Constitución, al cual ya han dicho los separatistas -en plena borrachera de estupidez-, que no temen, porque España no tiene Ejército ni tiene cojones -dicho con otras palabras pero con este sentido- para aplicarlo. Cosas, ambas, en las que lamentablemente tienen razón.

Así es que, en vista de ello, desde aquí le digo al señor Ministro de Defensa -o al General con cargo administrativo que corresponda, dentro de toda esa sopa de letras de Estados Mayores y demás- que cuente conmigo.

Vea usted, señor Ministro, vea Vuecencia, mi General, que por mi edad ya no me iban a llamar a filas pasara lo que pasara; vea que ya no estoy para pasar la pista americana, ni para hacer instrucción, ni siquiera para desfilar; que puede ocurrir que mi vista ya no esté para distinguir de lejos una estrella de Alférez de una de Comandante, y que quizá -llegado el caso- el culatazo del primer disparo me deje sentado en el suelo por la falta de práctica.

Pero vea usted, señor Ministro, vea Vuecencia, mi General, que bien puedo servir todavía para pelar guardias, o para imaginaria, descargando de estos servicios a otros más útiles. Que si bien no me creo capaz de hacer una marcha hacia un objetivo, bien puedo meterme tras un saco terrero y proteger a los demás si lo necesitan.

Así es que, señor Ministro, mi General, cuenten conmigo.

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