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jueves, 15 de junio de 2017

SOBRE LOS CUARENTA AÑOS.


Los cuarenta años que -según me recuerda la radio esta madrugada, cuando salgo a trabajar- se cumplen de las "primeras elecciones democráticas de estepaís".

De entrada, hacen bien en no tratar de colarnos como democracia esa república segunda, vertedero de mierda y sangre, zahúrda de chulos cobardes y tontos pusilánimes, en la que la izquierda siempre consideró al Estado como su propiedad, y la derecha no supo qué hacer con su victoria electoral. Y eso que, en este sentido, no hay mejor heredero que esta democracia para aquél desbarajuste.

Tampoco colaría como democracia la república primera, que genero tres guerras civiles simultáneas y episodios tan chuscos como la declaración de guerra de Jumilla a Murcia, y las algaradas piratas de Cartagena sobre la costa levantina. Y eso que, a este respecto, seguimos idéntico camino, y ya nos las veremos igual cualquier día.

Menos aún podría colar como democracia el curioso periodo de los dos borbones de nombre Alfonso; esos que dieron contenido al verbo borbonear, tan profusamente conjugado en estos últimos decenios.

Evidentemente, para los tontos incapaces de salirse del tópico y el estereotipo, la única democracia es el régimen donde los partidos políticos separan, dividen, enfrentan y confunden a los pobres desgraciados que tienen sometidos, cuyo única participación es la evacuación periódica de su cachito de soberanía nacional en los vespasianos de metacrilato. O -en casos de extrema gilipollez separatista- de cartón.

La representación popular, debidamente organizada en torno a las vías naturales -el municipio, la familia, el sindicato- no vale como democracia para los que viven del cuento de los partidos políticos que nos esquilman. Y que, por supuesto, dan de comer a la multitud de comunicadores, tertulianos, creadores de opinión y demás gente de mal vivir, que cobran por alabanza al propio o diatriba al contrario. 

De todo ello, creo poder deducir que, efectivamente, hace exactamente cuarenta años se celebraron -perpetraron, más bien- las primeras elecciones democráticas de estepaís. Estepaís tan parecido a la primera república, los cantones y las guerras civiles -dentro de unos meses me lo dirán los pobres habitantes de esa Catalunlla que sólo existe en mentes calenturientas de bobos o de chorizos-; estepaís tan parecido a la segunda república, con una izquierda que considera que nadie sino ellos tienen derecho a gobernar, porque son los únicos demócratas -más democráticos cuanto más ultraizquierdistas-; y con una derecha acojonada y acongojada ante el temor de que la llamen franquista.

Estepaís tan parecido a la restauración borbónica; estepaís tan de pandereta, aunque ahora la pandereta lleve pellejos de movidas, orgullos y titiriteros etarras y carmenitas.

Estepaís donde la industria desapareció a la mayor gloria de los cabestros que nos metieron de hoz y coz en el mercado común, hundiendo durante décadas nuestra economía a cambio de recibir la sopa boba que los politicastros desviaban a donde les venía bien; estepaís donde los recursos de los parados se los meten en el bolsillo los partidos y los sindicatos; estepaís donde los ayuntamientos mejor valorados son los que tienen las calles llenas de mierda, pero ofrecen circo abundante. Estepaís donde el socialista -me lo han dicho personalmente- votará socialista aunque se muera de hambre, y donde el derechista votará al PP -nido de traición, de corrupción, de cobardía- porque si no, vendrán los rojos.

Estepaís, desde luego, es el hijo directo de esas primeras elecciones democráticas; es lo que nos hemos dado a nosotros mismos, como advirtió el fenecido señor Duque de Suárez. De aquellas primeras papeletas vinieron la sangre de mil asesinados por ETA, los cinco millones de parados, las concesiones a cualquier separatista o terrorista, las corrupciones de todos -PSOE, PP, IU, UGT, CC.OO. y un etcétera que no cabría aquí-, los jueces estrella prevaricadores, los guardias civiles arrastrando por el suelo las banderas de España que acababan de robarle a los españoles y, en un futuro no muy lejano, la desmembración de España.

Y lo peor, es que nos lo merecemos.